Soy Charlotte Simmons
Ampliar la imagen Imagen que ilustra la portada del libro
A sus 75 años, el escritor estadunidense Tom Wolfe sigue pegándole escobazos al avispero. Su nueva novela, Soy Charlotte Simmons, ha levantado ámpulas, callos y una que otra costra. Este voluminoso libro llega a nuestro país bajo el sello de Ediciones B, con cuya autorización ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del prólogo, a manera de adelanto
Paseó la mirada por el Bosquecillo. Los árboles eran siluetas encantadas bajo una dorada Luna llena. El vendaval seguía soplando alegremente, alegremente, y (un fogonazo de inspiración) comprendió que sería él quien lo pondría todo por escrito. Estaba convencido de tener madera de escritor. Nunca había dispuesto de tiempo para escribir nada aparte de trabajos académicos, pero de repente tuvo la certeza de que valía para ello. Qué ganas de que amaneciera al día siguiente, de despertar y plasmar esa sensación en la pantalla del Mac. Aunque también podía contárselo en ese mismo instante a Vance, que iba unos pasos por delante en su paseo por el Bosquecillo encantado. Con Vance sí que podía hablar de algo así...
De pronto, su amigo lo miró y levantó una mano con gesto de "alto ahí", se llevó el índice a los labios y se pegó a un tronco. Hoyt hizo lo propio. Entonces Vance le indicó que asomaran la cabeza por un lado. A la luz de la luna, a siete u ocho metros, distinguieron un par de figuras. Una era la de un hombre con una buena mata de pelo cano, sentado a los pies de un árbol con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos y los gruesos muslos blancos abiertos. La otra, la de una chica con pantalones cortos y camiseta, de rodillas entre sus rodillas, de cara a él. La abundante melena parecía muy rubia a la luz de la luna conforme su cabeza subía y bajaba sobre el regazo del hombre.
Vance volvió a esconderse detrás del árbol y susurró:
-Hostia puta, Hoyt, ¿sabes quién es ése? ¡El gobernador nosequé, de California, el tío que tiene que soltar el discurso en la entrega de diplomas!
La ceremonia era el sábado y estaban a jueves.
-Entonces ¿qué hace aquí? -preguntó Hoyt, un poco más alto de la cuenta, lo que hizo que Vance volviera a llevarse el índice a los labios.
Acto seguido emitió una risilla desde lo más hondo de la garganta y murmuró:
-Para mí que es evidente de cojones.
Volvieron a asomarse. El hombre y la chica debían de haberlos oído, porque ambos miraban en su dirección.
-La conozco -dijo Hoyt-. Estaba en mi clase de...
-¡Joder, Hoyt! ¡Shhh!
¡Pumba! Algo cogió a Hoyt por el hombro derecho con una fuerza atroz desde atrás y una voz de tipo duro dijo:
-¿Qué hostias os creéis que estáis haciendo, mamones?
Hoyt se dio la vuelta y se encontró con un hombre, bajo pero corpulento, vestido de traje oscuro con una camisa y una corbata que apenas le abarcaban el cuello, más ancho que la cabeza. De la oreja izquierda le salía un cable translúcido en espiral.
La adrenalina y el alcohol hicieron que a Hoyt le hirviera el tronco del encéfalo. Era un alumno de Dupont frente a un simio insolente de algún orden inferior.
-¿Que qué estamos haciendo? -le espetó, rociándolo de saliva sin darse cuenta-. ¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!
El hombre lo cogió por los hombros y lo lanzó contra el árbol, cosa que le hizo perder el aliento. Justo cuando el gorililla echaba el puño atrás, Vance se puso a cuatro patas detrás de él. Hoyt esquivó el puñetazo, que se estrelló contra el tronco, y lanzó el antebrazo contra su agresor (que apenas había empezado a gritar "Hostiiiaaa" del dolor) con todas sus fuerzas. El hombre cayó de espaldas por encima de Vance y fue a dar al suelo con un topetazo que emitió un sonido repugnante. Comenzó a levantase pero se dejó caer. Permaneció tendido de costado junto a una enorme raíz de arce a la vista mientras, con el rostro retorcido, se sujetaba un hombro con una mano cuyos nudillos ensangrentados se veían despellejados hasta el hueso. El brazo que debería haber encajado en el hombro lesionado estaba extendido formando un ángulo grotesco.
Hoyt y Vance, que seguía a cuatro patas en el suelo, se quedaron mirando el vivo retrato del sufrimiento. El hombre abrió los ojos, vio que sus adversarios ya no le atacaban y gimió:
-Brones... brones... -Luego, vencido por Dios sabe qué, retorció la cara en otra mueca ciega y se quedó allí tumbado entre gemidos-: Josdeputa... josdeputa...
Los dos jóvenes cruzaron una mirada y, movidos por una única idea, se volvieron hacia el hombre y la chica, que habían desaparecido.
-¿Qué hacemos? -susurró Vance.
-Correr como cabrones -respondió Hoyt.
Y eso hicieron. Cruzaron la arboleda a toda pastilla mientras troncos y arbustos, flores y follaje restallaban a su lado en la oscuridad y Vance no dejaba de farfullar cosas como: "Defensa propia, defensa propia... Ha sido eso... Defensa propia", hasta que le faltó el aliento para correr y hablar al mismo tiempo.
Llegaron al margen del Bosquecillo, allí donde lindaba con la explanada del recinto universitario, y Vance pidió:
-Para... el carro... -Tan corto de resuello iba que le era imposible pronunciar más de dos o tres sílabas sin respirar-. Tú... camina... No hay... que... levantar... sospechas...
Y así salieron del Bosquecillo, a paso tranquilo, sin otro indicio sospechoso que su respiración, más parecida a un par de sierras de mano, y el sudor que los empapaba de arriba abajo.
Vance tomó las riendas.
-No hay -boqueada- que hablar de esto -boqueada- con nadie -boqueada-, ¿de acuerdo? -boqueada-. ¿De acuerdo, Hoyt? -boqueada-. ¿De acuerdo, Hoyt? -boqueada-. ¡Hostias! -boqueada-. ¡Escúchame, Hoyt!
Pero su amigo ni siquiera lo miraba, mucho menos lo escuchaba. El corazón le bombeaba tanta adrenalina como a Vance. Sin embargo, en el caso de Hoyt, la hormona se limitaba a alimentar el alegre vendaval, que soplaba con más fuerza que nunca. ¡Había borrado del mapa a aquel hijoputa! Cómo había hecho caer al cabronazo tío cachas por encima de la espalda de Vance. ¡Virgen santa! Qué ganas tenía de llegar al edificio de la hermandad de Saint Ray para contárselo a todo el mundo. ¡El! ¡Una leyenda en ciernes! Levantó la cabeza y echó un vistazo a lo que los aguardaba, y entonces le sobrevino la oleada de euforia masculina (¡el éxtasis!) que comporta la victoria en la batalla.
-Míralo, Vance -dijo-. Ahí está.
-¿Qué es lo que ahí está, por el amor de Dios? -respondió el otro, que a todas luces quería seguir adelante, cuanto más rápido mejor.
Hoyt hizo un gesto que lo abarcaba todo.
El recinto de Dupont... La Luna había convertido los edificios de la universidad en un inmenso claroscuro de formas umbrías que un pálido recubrimiento de tono blanco dorado hacía resaltar en toda su suntuosidad. Las torres, los torreones, los chapiteles, los imponentes tejados de pizarra... todo ello inefablemente hermoso e inefablemente grandioso. Los muros tenían el grosor de los de un castillo. Era una plaza fuerte. Y él, Hoyt, era uno de los integrantes de un círculo selecto, los elegidos que podían entrar en la plaza fuerte a voluntad y sentir su invulnerabilidad hasta los tuétanos. No sólo eso, sino que estaba en el orbe central del círculo selecto, a saber, Saint Ray, la hermandad de quienes habían sido elegidos para reinar sobre... bueno, sobre todo el mundo.
Le habría gustado impartir tan honda verdad a Vance, pero es que, coño, el asunto tenía miga. Así que se limitó a preguntar:
-Vance, ¿sabes lo que es Saint Ray?
La pregunta estaba tan fuera de lugar que Vance se lo quedó mirando con la boca abierta. Al cabo, con la esperanza de poner a su cómplice otra vez en marcha, replicó:
-No, ¿qué?
-Una MasterCard para hacer lo que te venga en gana... Lo que te venga en gana. -No había un ápice de ironía en su voz. Sólo deslumbramiento. Y no podría haber sido más sincero.
-¡No me vengas con ésas, Hoyt! ¡Ni se te ocurra! ¡De eso que ha pasado en el Bosquecillo no tenemos ni idea, si la gente dice algo, ni nos hemos enterado! ¿Vale?
-Deja de preocuparte -respondió Hoyt, al tiempo que, con un ademán sublime, describía un arco con la mano como para abarcar todo el paisaje que tenía ante sí-. El orbe central... El círculo selecto.
Una vez más cayó vagamente en la cuenta de que no estaba siendo demasiado coherente. Reparó en el gesto de pánico que asomaba en el rostro de Vance al resplandor de la Luna. ¿Qué acojonaba tanto a su compañero? El también era alumno de Dupont. Volvió a contemplar arrobado el reino bañado por el claro de Luna que se abría ante ellos. La gran torre de la biblioteca: las famosas gárgolas, cuya silueta era plenamente visible en la esquina del colegio mayor Lapham; allá a lo lejos, la cúpula del estadio de baloncesto; la nueva estructura de vidrio y acero del Centro de Neurociencia o lo que fuera, hasta un edificio tan raro como aquél le parecía magnífico en esos momentos... ¡Dupont! En cuestión de ciencia, ¡premios Nobel a puñados! Aunque en aquel preciso instante no consiguió recordar ningún nombre. Los deportistas... ¡Gigantes! ¡Campeones nacionales de baloncesto! ¡Estaban entre los cinco primeros en futbol americano y lacrosse! Claro que a él le parecía cosa de pringados ir a los partidos y animar. Los buenos estudiantes... ¡Legendarios! Claro que eran una especie de pardillos espectrales que flotaban por los márgenes de la vida universitaria. En cuanto a tradiciones... ¡tenían las más fantásticas! Travesuras transmitidas de generación en generación por... ¡los mejores! Una nubecilla enturbió su visión: el número cada vez mayor de colgados, empollones, homosexuales, prodigios de la flauta y demás diversoides a los que se admitía ahora... ¡Daba igual! "Por un lado está su Dupont, que no es más que un diploma con el nombre de la universidad impreso, y por otro, la auténtica Dupont, ¡que es nuestra!"
Tenía el corazón tan henchido de gloria que quería compartirla con Vance, pero el problema de la coherencia se agravó y no pudo mascullar más que:
-Es nuestra, Vance, nuestra.
Su amigo se llevó una mano a la cara y gimió en un tono casi tan lastimero como el del matón del Bosquecillo:
-Hoyt, llevas un ciego de la hostia.