La verdad y la mentira
Del cine islandés se conoce poco en México, acaso dos obras del maestro Fridrik Tor Fridiksson, algunas comedias en el circuito independiente y un divertido estreno el año pasado, Reykiavik 101, de Baltasar Kormákur, cineasta islandés de origen catalán. En 2003 su segundo largometraje, La verdad y la mentira (The sea), obtuvo la postulación al Oscar en la categoría de mejor película extranjera. Su atractivo era evidente: una producción ambiciosa, fotografía en cinemascope, entrecruzamiento de múltiples personajes como en una cinta de Robert Altman o de Alan Rudolph, una narrativa en apariencia compleja, personajes secundarios vagamente enigmáticos, una referencia continua al Rey Lear, de Shakespeare, y el derrumbe de una familia como tema cercano al cine danés de la corriente Dogma (La ceremonia/Festen, de Thomas Vinterberg), aunque sin sus postulados formales, sin sus "votos de castidad". Un azaroso cruce entre la propuesta comercial y el cine de arte.
El viejo patriarca Thorburg (Gunnar Eyjólfsson) se siente próximo a la muerte y convida a sus hijos a reunirse con él bajo el mismo techo. Su negocio, una planta procesadora de pescado, está al borde de la ruina por su renuencia a modernizarla, los acreedores atisban el momento final y también los hijos, quienes sólo esperan heredar, liquidar y dar por terminado el asunto. El viejo es odiado por su terquedad y su autoritarismo, y también por haber precipitado, con una infidelidad demasiado cercana, la muerte de su esposa enferma.
La verdad y la mentira es un soberbio ajuste de cuentas narrado desde varios puntos de vista, con personajes tan entrañables como la vieja abuela, de lucidez implacable, testigo de la lenta desintegración de la familia, y Ragnheidur (Gudrún Gisladóttir), la hermana agria, desprovista de piedad, sedienta de revancha, salida de alguna película de Bergman (El silencio o El rito), y con todo ello vulnerable, al borde siempre del colapso emocional.
El hijo menor de esta familia, Agúst (Hilmir Snaer Gudnason), llega de París acompañado de su prometida francesa, para confesar a su padre haber renunciado a la carrera de administrador de empresas para dedicarse a la música, su pasión secreta, oficio de modo alguno aprovechable para la continuidad del negocio familiar. Todo se ventila en pocos minutos: la codicia en torno de una herencia, la revelación de eventos vergonzosos en el pasado de la familia, la presencia de una segunda madre, hermana de la progenitora desaparecida, suplantación indecorosa, objeto del rencor de los hijos de Thorburg, y finalmente la caída del patriarca, en medio de la humillación y la deshonra. El incendio criminal de los bienes familiares precipita el drama y reubica a cada personaje en un horizonte nuevo. Todo vuelve a empezar, sin que nadie pueda valorar qué parte de verdad, qué parte de mentira, subsistió al final de esta historia.
A pesar de los evidentes vínculos temáticos con La celebración/Festen, de Vinterberg, el tono elegido por el islandés Baltasar Kormákur es de un naturalismo a ratos tedioso. Se describe con minucia la faena laboral en la planta pesquera, aparecen por doquier personajes secundarios que poco aportan a la trama, el interés decae ante esta crónica pausada de eventos rurales, hasta el momento en que comienza a precisarse la intensidad dramática de los desencuentros familiares, toda la tensión contenida, la proliferación del rencor y la mezquindad de los sentimientos filiales. Es en esta radiografía de la codicia como elemento disgregador de la familia en la que el director brinda la mejor muestra de su oficio. Lejos del desenfado y candor de Reykiavik 101, Kormákur propone en este drama la desaparición de personajes inocentes, las pretendidas víctimas de la mezquindad patriarcal. Queda únicamente el retrato de una familia agobiada por la simulación y la doble moral, sin perspectivas de una salida venturosa. El estreno más interesante de esta semana.