Círculo vicioso
De niño me curaba la tos con Coderit, un jarabe que podía adquirirse libremente en las farmacias. En una ocasión se me pasó la mano y me vinieron unas agruras combinadas con una sensación beatífica de paz y tranquilidad. Creo que no me habría vuelto adicto al clorhidrato de codeína incluso si no se hubiese restringido la venta de medicamentos con esta sustancia. Pero no pasa nada. Hoy en día innumerables jóvenes se elevan mezclando alcohol, paracetamol y cafeína, y yo mismo me he levantado el ánimo en algunas madrugadas de trabajo o de autopista con la vieja y confiable mezcla de aspirina y Coca Cola. Eduardo Riquelme, subdirector de hospitalización y de proyectos clínicos de Centros de Integración Juvenil (CIJ), asegura que a partir de los antigripales comunes, algunos adictos fabrican en casa sus propias dosis, empleando ácido muriático como precursor químico. ¿Dónde está entonces la frontera entre lo legal y lo ilegal, entre el Desenfriol y el crack? ¿Llegaremos a un mundo en el que el Mejoral, el brandy y el Resistol 5000 sólo puedan obtenerse con receta médica? ¿Por qué el Coderit no, y los anticongestionantes nasales, altamente adictivos y estimulantes, sí?
Yo no tengo las respuestas, y es normal, pero temo que las autoridades sanitarias y judiciales tampoco las tienen. El alcohol, siendo legal, provoca una destrucción humana, familiar y social no menos grave que la cocaína, que es ilícita, pero al menos los distribuidores de Domecq y Bacardí -es un ejemplo-- no se balacean entre ellos por el control del mercado. Su guerra no es de cárteles sino de carteles, y en vez de mandar mensajes por medio de cuerpos perforados y sangrantes los envían por la televisión, con la ayuda de modelos vivas y buenísimas. Me veo obligado a reconocer en ello cierto avance civilizatorio, por más que me ofenda el comercio con la cirrosis ajena.
Mientras más lo pienso, más claro me resulta que la división entre las drogas prohibidas y las permitidas es dudosa y arbitraria, y que el veto legal de algunas sustancias se explica menos por la peligrosidad de éstas que por un enorme malentendido entre autoridades, productores y consumidores, o por algo peor.
De acuerdo con el discurso oficial, el afán de los gobiernos de combatir la producción, el trasiego y la distribución de drogas está fundamentado en una actitud compasiva y solidaria hacia los adictos y sus infiernos y en la protección de "la juventud", siempre dispuesta a caer en las garras de las drogas y de los narcotraficantes. Pero la policía, que es el rostro principal del Estado a ojos de los fármacodependientes, recurre usualmente a modales que contrastan con, y hasta contradicen, los nobles propósitos arriba mencionados. Da igual que sea en Estados Unidos, México o Brasil: cuando un pobre drogadicto cae en garras de los uniformados, éstos se encargan de despojarlo de la humanidad que pudiera quedarle después de las inyecciones. Aunque el consumo de estupefacientes no esté penalizado en sí mismo, cualquier drogadicto profesional sabe que, cuando tocan a la puerta de su cuchitril, es mucho más probable que sea para extorsionarlo o arrestarlo que para ofrecerle empleo, integración familiar, centros de salud y recreación, proyectos de cultura o deportes. La cara amable de las instituciones no se aparece casi nunca por los picaderos. En su nombre y a su salud, eso sí, cada día las fuerzas del orden detienen, hieren y matan narcos (y se hacen herir y asesinar por éstos), fumigan cultivos, decomisan cargamentos, amaestran perros para que detecten droga en las maletas y en las llantas de los automóviles, persiguen a los corruptos, construyen cárceles adicionales, reforman las leyes existentes y crean otras nuevas, firman acuerdos internacionales y modifican sus doctrinas de seguridad nacional.
Todas esas acciones, más otras, no logran erradicar ni la producción ni el transporte ni el comercio ni el consumo de drogas, pero sí encarecen en forma significativa los distintos tramos de la cadena narca y contribuyen, en última instancia, a engordar las ganancias de sus operadores, en la medida en que generan escasez en los mercados. Ayunos de su sustancia favorita, muchos adictos empiezan a hacer lo que sea para conseguirla: robar, prostituirse, matar y generan, con ello, pretextos adicionales para intensificar una guerra que es un círculo vicioso literal y que cuesta mucho más, en vidas y en dinero, que ayudar a los drogadictos a sobrellevar sus infiernos y sus paraísos personales.