Usted está aquí: sábado 25 de junio de 2005 Opinión Somos cómplices de la tortura

Robert Fisk

Somos cómplices de la tortura

Ampliar la imagen Aspecto de la prisi�bicada en la base naval estadunidense de Guant�mo FOTO Ap Foto: Ap

Todavía tengo mis notas de los años 80, sobre lo que me dijo un hombre que sabía todo sobre la tortura. Era un amigo druso, en tiempos de la guerra civil libanesa, quien estaba muy complacido porque acababa de atrapar a dos milicianos cristianos que intentaron poner un coche-bomba en la costa de Beirut. ''Vi a dos falangistas. Yo sabía que lo eran. Tenían una bomba en su auto. Llamé al PPS (Partido Progresista Socialista, de Walid Jumblatt) y se los llevaron para interrogarlos".

¿Qué fue lo que les pasó? ''Bueno, ellos ya sabían lo que les iba a pasar. Sabían que no tenían esperanza. Se les interrogó durante un par de días y luego se los llevaron a Beit Eddin.''

Ah, Beit Eddin... Uno de los más bonitos poblados de Líbano, donde se encuentra el palacio del emir Bashir II, y se celebran los más selectos festivales musicales del país, que están a cargo de Nora, la glamorosa esposa de Jumblatt.

Pero Beit Eddin era distinta en los 80. ''A estos tipos siempre se les dice que van a morir, que no tiene caso que sufran, porque los van a matar una vez que hayan hablado", me dijo mi amigo druso.

"Esto ocurre en un centro. De ahí no salen vivos. Hay personas que los presionan hasta que hablan. Les meten objetos por el ano hasta que gritan. Huevos cocidos; ese tipo de cosas. Al final los matan. Sólo duran unos días y después de eso termina todo. No me gusta ese tipo de cosas. La verdad no. Pero, ¿qué puedo hacer yo?".

Esa es una buena pregunta, ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer ahora que un presidente estadunidense despacha a ''sospechosos'' a terceros países donde pueden ser desnudados, atados con cables, electrocutados, abiertos en canal y torturados hasta que deseen nunca haber nacido? ¿Qué podemos hacer con un primer ministro -Tony Blair- que cree que la información de víctimas de tortura puede ser útil para nosotros y que deberíamos recabarla? ¿Cómo podemos lavarnos las manos cuando sabemos que hay hombres que son llevados a ese destino a través de nuestros propios aeropuertos? ¿Acaso no tiene un policía derecho de subir a uno de los jets contratados por la CIA que aterrizan en Gran Bretaña, inspeccionar a la víctima que se encuentra en su interior, y sacarla del avión si cree que puede ser torturada?

Comencé a pensar en esto más seriamente en la bella ciudad irlandesa de Listowel in Co Kerry, no lejos, casualmente, del aeropuerto de Shannon. Fui a dicha localidad para dar una plática en un reciente festival de escritores. Un hombre barbado del público me dio un volante. "¿Quién estaba en el avión de la CIA, con registro N313P, que aterrizó en Shannon el 15 de diciembre con destino a Irak?", preguntaba.

Una somera corroboración de datos sugiere que eran correctos los detalles proporcionados en el volante del grupo antibélico Tralee. También hay aviones que vuelan hacia otros destinos, como Uzbekistán, Egipto y otros países, donde la Convención de Ginebra -ya ignorada por los chicos y chicas a cargo de Guantánamo y Abu Ghraib- es usada como papel higiénico.

En Uzbekistán hierven en aceite a los ''sospechosos''. Les arrancan las uñas. En Egipto dan latigazos a los prisioneros y a veces los sodomizan. En un complejo penitenciario egipcio, un grupo local de derechos humanos encontró que los guardias obligaban a los prisioneros a violarse unos a otros.

Pero ningún amistoso guardia irlandés verifica quién va a bordo de los aviones en Shannon. Dublín se niega a investigar estos vuelos siniestros. En el exterior, los ojos irlandeses pueden estar brillantes, pero no se les permite echar una mirada dentro de estos repugnantes aviones.

No es difícil rastrear este camino a la perdición. Primero teníamos a lord Blair de Kut al Amara, quien en noviembre de 2003 se dedicó a despotricar en una conferencia de prensa conjunta con George W. Bush. Ahí afirmó que, "de cara a este terrorismo, no nos limitaremos, no cederemos, ni titubearemos al enfrentarnos a la amenaza". ¿No limitarnos? Claro que no, porque además de las idioteces dichas por la pareja antes mencionada, teníamos a escritores como David Brooks, del New York Times, quien perniciosamente preguntó a los lectores qué pasaría con el ''humor nacional'' cuando ''los programas noticiosos empezaran a transmitir imágenes de las brutales medidas que nuestras tropas tendrían (sic) que adoptar. El presidente tendrá que recordarnos que vivimos en un mundo caído en desgracia, y que tenemos que tomar acciones que son peligrosas desde un punto de vista moral". Sí, desde luego.

Ya existe el caso tristemente célebre, ocurrido en Canadá, de un canadiense nacido en Siria que estaba en tránsito por Estados Unidos. Fue arrestado y puesto en un avión que lo llevó a Damasco, donde fue torturado hasta que los sirios decidieron que no tenía nada qué decirles. Regresó a Canadá sólo para descubrir que las autoridades canadienses fueron probablemente las que informaron a los espantajos estadunidenses que él era un hombre buscado.

Ahora soy un experto en tortura siria. Una paliza es lo mejor que te puede pasar. En uno de sus sótanos mujabarat, existe un instrumento conocido como la "silla alemana", instalada hace mucho tiempo por la difunta República Democrática Alemana. La víctima es atada con cinturones y el respaldo entonces se dobla hacia dentro, sobre sí mismo, hasta que la columna vertebral del prisionero se rompe como una vara. Una versión doméstica -la "silla siria"- es aún más terrible. También rompe la espalda de los prisioneros, pero lo hace lentamente.

Como sabemos, los torturadores de Saddam también eran expertos en esta práctica. Los familiares de los prisioneros podían ser llevados a la cárcel para ser golpeados, violados y sodomizados si los reclusos se negaban a hablar.

Ahora somos cómplices de todo esto. Mientras enviemos a hombres a un infierno físico, tenemos los electrodos en nuestras manos: somos los torturadores. Mientras nuestro gobierno acepte hacerse de la información sacada a cuentagotas de estas criaturas emasculadas, somos nosotros los que les arrancamos las uñas, los que tenemos los látigos.

Les recuerdo que nuestros aliados estadunidenses, por lo que parece, ya se llenan las manos de excremento para embarráraselo a los prisioneros, a quienes además golpean y, según escuché de un prisionero en Bagram, Afganistán, también les meten palos de escoba por ano. También los matan, claro. Treinta prisioneros ya han muerto bajo custodia estadunidense.

Yo no me creo la explicación de que se trata de unas cuantas manzanas podridas. Esto ocurrió a escala muy grande. ¿Y cómo es que perdonamos toda esta inmundicia? ¿Cómo nos perdonamos a nosotros por esta inmoralidad? ¿Y por qué es que decimos que Saddam es peor que nosotros?

Saddam hacía que violaran a las mujeres. Les disparaba y las sepultaba en una fosa común. El era mucho peor. Pero si la perversidad de Saddam es el fiel de la balanza en la que aquilatamos nuestras propias iniquidades, ¿qué dice esto de nosotros? Si el régimen de Saddam es el parámetro moral que define nuestras acciones, ¿qué tan malos -qué tan perversos- nos estamos permitiendo ser?

Saddam torturó y ejecutó a mujeres en Abu Ghraib. Nosotros nada más abusamos sexualmente de los prisioneros, matamos a algunos y asesinamos a otros pocos sospechosos en Bagram; los tratamos inhumanamente en Guantánamo y enviamos a algunos más a que nuestros "amigos" los hiervan, frían y asesinen, pero sin pasar por la situación embarazosa de estar presentes. Saddam era mucho peor. Por esto es inevitable que Abu Ghraib, que fue símbolo de la vergüenza de Saddam, se vuelva, posteriormente, en nuestra propia vergüenza.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

 
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