Usted está aquí: domingo 26 de junio de 2005 Cultura José Agustín presenta su hit parade de la novela mexicana

En su nuevo libro el escritor selecciona los 35 mejores trabajos del siglo XX

José Agustín presenta su hit parade de la novela mexicana

El avance de la sociedad y su forma de pensar señalan los temas de la literatura, afirma el autor

DE LA REDACCION

En la Antología de la novela mexicana del siglo XX, el más reciente libro de José Agustín, el escritor comparte una selección de lo que, en su criterio, son los 35 títulos más significativos del género en las letras nacionales, realizados durante la pasada centuria.

De Los de abajo, de Mariano Azuela, a Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor. De Pedro Páramo y El Complot Mongol, de Juan Rulfo y Rafael Bernal, respectivamente, a El vampiro de la colonia Roma y Hasta no verte, Jesús mío, escritos, en ese orden, por Luis Zapata y Elena Poniatowska.

Tal es el espectro de épocas, movimientos, autores y estilos recogidos por José Agustín, abanico al que deben sumarse otros clásicos de nuestras letras, como El apando, Noticias del imperio, La feria, Como agua para chocolate, Crónicas de la intervención, Las batallas en el desierto...

El trabajo del autor de La tumba consistió en seleccionar fragmentos de cada una de las novelas seleccionadas con el loable propósito de inocular en el lector el suficiente gusto y curiosidad para que se adentre en la lectura completa de alguna de ellas o de plano de todas.

Con autorización de editorial Nueva Imagen, reproducimos a continuación la introducción que José Agustín realizó para esa antología, a manera de primicia para nuestros lectores:

Prólogo

A fines de 2002, surgió este proyecto de antologar las grandes novelas mexicanas del siglo XX. No pudo ser más oportuno ya que, poco antes, me habían encargado seleccionar 37 novelas de la centuria pasada y escribir dos páginas (dos mil seiscientos caracteres), que incluyesen una minificha biobibliográfica de cada autor. Estos requerimientos tan específicos me parecieron limitantes, pero de cualquier manera me entusiasmó hacer mi hit parade de la novelística mexicana del siglo XX por el mero gusto de hacerlo y porque me agradan las listas. Esta la hice en orden cronológico para evitarme la bronca de jerarquizar el valor de las novelas. Así es que cuando surgió la idea de armar esta antología yo tenía lo principal: la selección de las obras. Determinarlas no fue demasiado difícil, pero las dificultades empezaron porque algunos autores tenían varias novelas importantes y había que decidir cuál. ¿Las muertas o Los relámpagos de agosto?, ¿El apando o El luto humano?, ¿Aura o La muerte de Artemio Cruz?, ¿El bordo u Otilia Rauda?, ¿Palinuro de México o Noticias del imperio?, ¿Morirás lejos o Las batallas en el desierto?, ¿El tañido de una flauta o El desfile del amor?, ¿Uno soñaba que era rey o El seductor de la patria?

En todo caso, fuesen las obras que fuesen, lo que debía hacer, pensé, era elegir muy buenos fragmentos unitarios, no demasiado largos, que de alguna forma tuvieran un principio y un fin y se completaran. De esa manera el lector podía estar satisfecho al leer algo redondeado, pero, según yo, a la vez se quedaría picado, consciente de que se trataba sólo una probadita y de que el verdadero banquete era la novela entera. Nada de esto me pareció insensato, pues muchas novelas a veces contienen "cuentos", o unidades narrativas que pueden funcionar autónomamente, pero que, claro, adquieren su verdadera dimensión cuando se les ve en la totalidad de la obra. Yo me acostumbré a cazar fragmentos en mi programa de televisión Letras Vivas, pues ahí hacía lo que llamábamos libro clips: elegía un fragmento, el autor lo leía y después el productor y yo lo traducíamos al lenguaje televisivo, lo cual en más de una ocasión nos salió muy bien.

En varios casos encontrar fragmentos unitarios vino a ser relativamente fácil. En algunos para mí no había duda: de Gazapo, de Gustavo Sainz, por ejemplo, era de rigor presentar la muerte de la abuelita en el lago de Chapultepec, porque mi escena preferida, en que Menelao escribe los nombres de las partes del cuerpo sobre el cuerpo mismo de Gisela, era demasiado extensa y no se dejaba "editar"; en Farabeuf, de Salvador Elizondo, a su vez se imponía la descripción de la fotografía del suplicio, que quintaesencia la idea sensacional de "cronicar un instante". En Los de abajo, de Mariano Azuela, tenía que ser la noche de los "avances" con Demetrio, la Pintada y el Güero Margarito que le roba la novia al Curro. Pero en otras novelas no era raro que surgieran distintas posibilidades de fragmentos "autónomos"; la dificultad por tanto se hallaba en cuál elegir. Ese fue el caso de Los albañiles, de Vicente Leñero, por ejemplo. En otros, la novela se hallaba tan herméticamente concatenada que era un broncón encontrar partes que funcionaran por sí mismas, como en Pánico o peligro, de María Luisa Puga.

Para mí, el fragmento de preferencia debía de contener o sugerir de alguna forma el contenido esencial del libro, o, si esto no era posible, tenía que desplegar una potencia literaria de alta intensidad para atrapar inescapablemente a un lector no especializado. También pensé que conocía los libros muy bien y que llegaría a los fragmentos sin problemas, pero con horror comprendí que había leído muchos de ellos años antes y en realidad no los tenía tan claros como creía. Así es que era inevitable releer todo. Y lo hice, con gran gusto, muy hedonistamente, es decir, en la "hueva creativa", que para mí es cuando trabajar resulta un gran placer y ni se siente. De hecho, fue una experiencia sensacional, especialmente porque descubrí que releer los libros en orden cronológico era muy distinto a leerlos como se hace por lo normal: cuando salen o alguien de confianza los recomienda. También me fumé varios que no había considerado, pues en la relectura "se me cayeron" algunas novelas de la lista inicial.

La lectura cronológica de las mejores novelas mexicanas cuenta la historia del país. De pronto asistimos a todo el devenir del siglo XX mexicano; ahí está la revolución, la vida de provincia, el cosmopolitismo, el desarrollismo, el 68, el 85, la sociedad civil, el neoliberalismo y demás. Pero también vi la evolución de México desde la mentalidad de los personajes, casos particulares en contextos específicos, además de que asistí a hechos culturales que la historia no registra o lo hace indirecta, tardía o ineficazmente. Contra lo que se creía entonces, y como sugirió Sara Sefchovich, la literatura, por muy fantasiosa o subjetiva que parezca, se halla anclada en la realidad y la revela desde perspectivas inimaginables.

No era casual entonces que después de las novelas de la Revolución y de vida rural o provinciana aparecieran obras cosmopolitas, refinadas e ingeniosas, como Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, que es una verdadera delicia como bien comprendió Luis Buñuel; o El libro vacío, de la Peque Vicens, que se adelantó más de dos décadas a la "escritura" o "metaficción", tan de moda en los años setenta; también obras abismales como El bordo, de Sergio Galindo, ubicada en un paisaje frío y neblinoso, insólito en Veracruz, y concentrada en explotar el alma humana desde lo más profundo.

Estas novelas de entrada indicaban que las grandes narraciones sobre la épica nacional (Los de abajo, de Mariano Azuela; La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; Ulises criollo, de José Vasconcelos) ya habían cumplido su ciclo; México se había observado a sí mismo y reconoció sus principales señas de identidad. Por eso, a partir de los años cuarenta, los narradores trataron de recapitular partes de la historia inmediata, y así corroboraron, enriquecieron y matizaron los rasgos del ser nacional (Al filo del agua, de Agustín Yáñez; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes; El apando, de José Revueltas).

También se dieron muy buenas novelas ubicadas en distintas ciudades y pueblos mexicanos que quintaesenciaban un mundo a la vez pasado y presente; algunos míticos, como el Comala rulfiano o el Ixtepec de Elena Garro, que además es el narrador de Los recuerdos del porvenir; pero Rosario Castellanos recreó muy bien a Chiapas, y Emilio Carballido, Galindo y Jorge López Páez se instalaron sin problemas en "su" Veracruz. En La feria, de Juan José Arreola, el escenario es Jalisco. Todas estas novelas tienen una veladura de nostalgia pues fueron escritas cuando los autores ya no residían en sus sitios natales y vivían en la ciudad de México.

Por otra parte, los años cuarenta y cincuenta dieron nuevos ropajes a los viejos territorios nocturnos del alma humana, con su proximidad a la muerte, los sueños, las visiones, ensoñaciones y fantasías, como se puede ver en El luto humano, de Revueltas; Pedro Páramo, de Rulfo; partes de Confabulario, de Arreola; o Aura, de Fuentes. Las ánimas, los aparecidos y otras formas "fantásticas" eran populares entre los novelistas de la primera mitad del siglo XX, y con razón, porque siempre han sido un tema fascinante, que en el cuento trabajaron Tario, Torri, Arreola, Garro o Amparo Dávila, y que más adelante causó estragos en sus nuevas modalidades más dark.

Las cosas cambiaron definitivamente en la década de los sesenta, y sin duda los libros de Vicens, Garro, Arreola, Revueltas y Rulfo pavimentaron las nuevas carreteras. Los albañiles, de Leñero, para mí es el turning point; esta novela es una auténtica mina de recursos estilísticos; como Estudio Q, juega con los planos de la narración y con los puntos de vista de una manera altamente imaginativa y eficaz. Sólo Rayuela es comparable en cuanto a la densidad de la experimentación. Después de Los albañiles no extraña la aparición de las novelas de Sainz y Elizondo, que, con otras, manifiestan la "nueva sensibilidad" de la que hablaba José Luis Martínez y que a principios del siglo XXI aún no acababa de manifestarse. En ésta coexistían sin problemas transgresión, provocación, desacralización, inmersión en el mal, metafísica, mística, política, antisolemnidad, anticonvencionalidad, co-loquialismo, humor, ironía, erudición, experimentación, estilismo, sofistificación, refinamiento o afanes totalizadores. Un fenómeno insólito e importante fueron las nuevas temáticas juveniles, en las que la juventud se narraba desde la juventud misma.

A partir de los setenta hasta el fin del siglo, que en este caso fue milenio, la pluralidad y la diversidad se volvieron características inherentes de la novela. Hubo desde la no-narración hasta el relato desnudo y coloquial. La temática política, obviamente regida por Revueltas, se vio muy bien en novelas de Gerardo de la Torre, René Avilés Fabila o Agustín Ramos. También hubo obras intrincadas y experimentales como Cadáver lleno de mundo, de Jorge Aguilar Mora, o Sastrerías, de Samuel Walter Medina. O muy buenas novelas sobre la locura y los manicomios (El infierno de todos tan temido, de Luis Carrión), acerca de locura, cárcel y misticismo (Los murmullos, de Jorge Portilla), religioso-esotéricas (Los trovadores, de Luisa Josefina Hernández) o "realista-metafísicas" (Ignacio Solares en Puerta del cielo, Anónimo o Casas de encantamiento). Siguió también la novela juvenil ligada a la contracultura a través de Parménides García Saldaña (Pasto verde), Federico Arana (Las jiras) y Jesús Luis Benítez.

No sorprendió tampoco la irrupción literaria de mujeres. Elena Poniatowska, Silvia Molina, María Luisa Puga, y ya en los ochenta, Angeles Mastretta, Laura Esquivel, Carmen Boullosa o Sara Sefchovich (Demasiado amor) continuaron muy bien los esfuerzos previos de Nellie Campobello, Josefina Vicens, Rosario Castellanos, Elena Garro, Luisa Josefina Hernández o Amparo Dávila. A fines de los setenta Luis Zapata puso de moda las novelas sobre gays, seguido por José Joaquín Blanco y Jorge Arturo Ojeda. Y también se establecieron las que exploraban diferentísimos niveles de sexo y erotismo, como las de Juan García Ponce, Jaime del Palacio o Alberto Ruiz Sánchez (Los nombres del aire).

En los ochenta cobró fuerza un interés muy grande por vencer la amnesia a través de novelas que recuperaran el pasado histórico mediato e inmediato. En esas novelas del pasado antiguo o muy reciente destacaron Fernando del Paso, Homero Aridjis, Herminio Martínez, Enrique Serna, con la sensación El seductor de la patria, Ignacio Solares, que se pasó hábilmente a la novela histórica; Sergio Pitol, quien a su vez dejó las densidades estetizantes y optó por tenderle una mano al lector; Héctor Manjarrez, con prosa severa, y Carlos Montemayor a través de investigaciones acuciosas y un gran timing político. Otra excelente obra histórica fue Rasero, de Francisco Rebolledo, ya en los años noventa.

Las novelas de la segunda mitad del siglo igualmente se inclinaron a lo policiaco (Rafael Bernal, Paco Ignacio Taibo II, Rafael Ramírez Heredia), en el contexto de la corrupta y represiva realidad mexicana, y éstas estuvieron de gran moda en los ochenta junto a la novela histórica y al éxito internacional de las escritoras mexicanas. Asimismo, la descentralización finalmente empezó a volverse realidad con autores muy estimables que nunca residieron en la ciudad de México, sino que seguían en sus ciudades y desde ahí se movían por el país y el extranjero. Entre ellos destacan Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana), Luis Arturo Ramos (Xalapa), Eduardo Antonio Parra y David Toscano (Monterrey), Juan José Rodríguez y Elmer Mendoza (Sinaloa).

Para entonces la novela, que desde los sesenta con aburrida frecuencia era declarada muerta, se había fusionado con el ensayo, la poesía, el teatro, el cine, el cómic, el periodismo, el testimonio, la autobiografía y finalmente con la cibernética. En mi revisión yo la encontré dinámica y llena de vida, decisiva para ver a México desde lo más profundo. A fin de siglo, que en este caso fue de milenio, los grandes (Azuela, Martín Luis, Rulfo, Arreola y Revueltas) habían muerto ya y sólo quedaba Carlos Fuentes como superestrella. Tras él hacían cola José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Fernando del Paso y Vicente Leñero; también Juan García Ponce y Salvador Elizondo, pero ellos ya casi no publicaban. En cambio, seguían en actividad Paco Ignacio Taibo II, Carmen Boullosa, Carlos Montemayor, Her- nán Lara Zavala, Gerardo de la Torre, María Luisa Puga, Silvia Molina, David Martín del Campo, Ignacio Solares, Rafael Pérez Gay, Alberto Ruy Sánchez, Agustín Ramos, Leonardo da Jandra, René Avilés Fabila y Jorge Portilla. Por su parte, Enrique Serna, Juan Villoro, Luis Humberto Crosthwaite y Eduardo Antonio Parra eran autores de obras muy maduras pero de quienes se esperaba aún más. También estaban los del "crack": Ricardo Chávez Castañeda, Pedro Angel Palou, Ignacio Padilla y Jorge Volpi; estos dos últimos ganaron importantes premios internacionales. También se hallaban bien cotizados en la bolsa de valores literarios David Toscana, Ana Clavel, Mario Bellatin, Guillermo Fadanelli, Guillermo Samperio, Daniel Leyva, Daniel Sada y Juan José Rodríguez. Todos ellos tenían un pie puesto en el siglo XX y otro en el XXI. En general, la novelística mexicana se hallaba bien viva, y tenía estrellas internacionales, además de maduros y talentosos "rudos" y "técnicos", que la conservaban saludable y en progreso constante.

De ellos en un principio elegí 37 novelas. Después reduje la lista a 30, pero finalmente no pude dejar afuera a varias y acabé con 35. El número me gustó porque en el I Ching corresponde al hexagrama "Progreso", que según yo, le cabe bien a la novela mexicana del siglo XX. Es además un número que me permitió cierta holgura para dar una perspectiva amplia.

 
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