Odio
No deberíamos dejar de sorprendernos por las caras del odio, incluso cuando, en ocasiones, entendamos que existen razones que justifiquen las razones de ese sentimiento. A pesar de su constante presencia, no hay estudios biológicos, genéticos o moleculares que diluciden la génesis de la inquina. La sicología y las religiones intentan entender muchas de las vetas de ese fenómeno. La primera considera que las frustraciones, las pérdidas, las vejaciones, las humillaciones, los complejos, la pobreza, la falta de cariño y otra serie de avatares son algunas de las caras del origen del odio. Las religiones tratan de orientar al ser humano por los caminos de la fe como antídoto contra el mal y la saña. Algunos teólogos aseguran que sin la presencia de Dios todo sería peor. Aseveran que su figura nos hace responsables de la inquina y del sufrimiento ajeno y que su imagen neutraliza un poco algunas de las nefandas actitudes de nuestra especie.
La realidad es que ni los intentos de la sicología o de la filosofía (se aboga por Platón y se menosprecia el Prozac) ni los sermones del cielo han logrado mejorar "un poco" la condición humana, ese término y vivencia tan amplio y tan estrecho, tan claro y tan inentendible. Basta asomarse a la calle y a los periódicos para entender que en el día a día los valores morales de la humanidad han fracasado. También han fracasado las ciencias y la tecnología: además de brindar conocimiento y bonanza esas disciplinas deberían haber generado en su caminar algunas armas para modificar "un tanto" los motivos que siembran odio, destrucción y muerte en el ser humano.
La sensatez indica, asimismo, que los caminos de la sapiencia deberían haber trazado senderos sanos para fortalecer la condición y la conciencia humana, y que los logros de los unos tendrían que ser logros para los otros (Los unos para los otros, dicen los poetas). Al hablar de los sentimientos, de las pasiones y de la conducta íntima de los seres humanos muy poco -o nada- ha cosechado el conocimiento. Me remito a un caso para ilustrar lo dicho.
Leo el 14 de junio: "Una mujer rocía con gasolina y prende fuego al hombre que violó a su hija. La mujer sorprendió a la víctima, de permiso carcelario, en un bar". Leo once días después: "Fallece el violador quemado con gasolina por la madre de la víctima. La familia pedirá la máxima pena para la agresora, en prisión por orden judicial". El violador, ahora víctima, había vejado a una chica de 13 años en 1998. La madre, ahora asesina y presa, cumplió su intención de venganza. Los deudos del sátrapa exigirán la máxima pena para la homicida. El círculo del odio es perfecto: donde inicia termina. Al último nadie sabe si el principio es peor que el final.
Si acaso la ahora asesina cumple con las leyes de la prisión y se porta ad hoc, ¿se le permitirá en 2012 o quizás en 2020 -¿es "peor" matar que violar?- recibir permiso carcelario, acudir al mismo bar donde el violador fue convertido en antorcha y ahí encontrarse con los hijos del ahora víctima, quienes pistola en mano podrían repetir la misma frase que pronunció la ahora convicta mientras vertía la gasolina y encendía un fósforo: Para que te acuerdes de mí? Un caso basta para ilustrar la condición humana: de violador a víctima, de madre mortalmente ofendida a homicida, de hija violada y siempre herida a hija en espera de la sentencia de su madre asesina. Un caso basta para preguntar: ¿es lícito el odio justificado? Si la respuesta es afirmativa la espiral destructiva podría ser infinita. Si la respuesta es negativa "otras vías" tendrían que modificar la génesis de lo que dio pie al rencor. La cruda realidad es que no existen "otras vías". El odio como vivencia se contagia y se propaga con facilidad. Distorsiona la realidad y envenena el ambiente con facilidad. Muta y mata al individuo: de odiador a odiado, de víctima a homicida. Nadie sabe dónde inician los círculos.
De poco sirve lo que se escriba acerca del odio. Su presencia es inmanente y sus brazos infinitos. Quizás la reflexión y la denuncia atenúen un poco, al menos un poco, la asfixiante sensación que generan las proteicas y multifacéticas caras del odio. Quizás lo único que queda es escribir unas líneas. Aunque sea para unos cuantos.