Andrea Dworkin y la guerra contra la pornografía • Feminista radical, se propuso “destruir el poder patriarcal en su fuente, la familia, y en su forma más horrorosa: el Estado nacional” Amalia Rivera Admirada por unos y otras, y criticada por la mayoría, la obra teórica y el trabajo de Andrea siempre estuvieron rodeados de controversia. “Me creen una loca extremista, pero luchar contra la pornografía más allá del plano teórico no ha sido fácil”, decía y añadía con sarcasmo: “creen que lo hago porque me gusta y me excita… Pero si quieren seguir creyendo que no es más que un tema de debate sobre la libertad de expresión, en vez de una situación de emergencia y de acción, quiero decirles que muchas mujeres morirán en el curso del debate porque para las mujeres la libertad de expresión comienza por la defensa de la integridad de su cuerpo”. Sin ambages expuso el objetivo de su lucha: “destruir el poder patriarcal en su fuente, la familia, y en su forma más horrorosa: el Estado nacional” como régimen que perpetúa la supremacía masculina para, a través de la violencia sexual, lograr la invasión, la colonización y la destrucción de los cuerpos y los espíritus de las mujeres. Sus obras Pornography: Men Possessing Women, Pornography and Civil Rights, Mercy, Ice and Fire, Letters from a War Zone, Women Hating, Intercourse, entre las más destacadas, enfrentaron grandes obstáculos para ser publicadas, no obstante que se produjeron en Estados Unidos, “el país de mentiras y perogrulladas que nos dice que podemos hablar de lo que queramos”, ironizaba Dworkin. Muchas de sus ideas fueron manipuladas y malinterpretadas. Se decía, por ejemplo, que “sus libros reflejaban un antisexualismo”, lo cual es falso según testimonian sus primeras novelas de ficción referidas lo mismo al amor lésbico que al heterosexual (A simple story of a lesbian girlhood y First Love). Se aseguraba también que proclamaba que “las mujeres son superiores a los hombres” y que “toda cópula es una violación”, falsedades que se derivan de una mala lectura de su libro Intercourse (1997), cuyo prefacio rescribió a fin de aclarar su postura. Una y mil veces, aun ahora con motivo de su muerte, se le tachó de practicar un “feminismo radical” que odia a los hombres, lo cual negó siempre, pero aclarando: “lo que odio es la subyugación de las mujeres”. Sentencias suyas como “el matrimonio es una licencia legal para violar” fueron descontextualizadas, ya que describía manifestaciones reales de la violencia intrafamiliar, que hoy han sido plenamente asimiladas. Inclusive se hizo de enemigas dentro del mismo feminismo que la acusaron de “antiabortista”, cuando no hizo sino alertar sobre los términos y condiciones en que se debía plantear el aborto para evitar que en la legislación patriarcal y en la vida cotidiana se revirtiera contra las mismas mujeres. Se llegó al extremo de hurgar en su vida privada para exhibirla como atracción circense y acusarla de “antilesbiana porque vivía con un hombre”, el escritor John Stoltenberg, homosexual con quien compartió su vida desde 1974. Pero sin duda su presencia en un terreno minado como es el de la pornografía, le ganó las más grandes animadversiones, al extremo de recibir amenazas de muerte: de un lado estaban los productores de pornografía, a quienes, según dijo, “elegantemente se les llama ‘editores’, pero no son más que unos padrotes porque venden la imagen de una mujer una y otra vez y para siempre, a pesar de que ya hay cientos y cientos de imágenes”; de otro lado estaban los defensores de la “regla de oro” en EU: la libertad de expresión; y por otro, furiosas feministas que integraron la Feminist Anti-Censorship Taskforce (FACT), encabezada nada menos que por Adrienne Rich y Betty Friedan, a fin de oponerse a la legislación antipornográfica Dworkin-Mackinnon. Las opositoras argumentaban que restringir la libertad de expresión afectaría en forma desproporcionada a las mujeres, además de que hacía el caldo gordo a Reagan, quien en 1986 buscaba a través de la Comisión Meese legislar la pornografía para, escudado en que “es un estímulo para la violencia sexual y la violación” contra las mujeres, imponer sus retrógados “valores familiares”, atacando de paso la libertad sexual y desatando la homofobia. A la artillería pesada de las feministas se sumaron “mujeres pornografistas”, como Camille Paglia, quien desde las páginas de Playboy pidió: “¡Acabemos ya con el feminismo enfermante, con su corte de enfermas del estómago, anoréxicas, bulímicas, depresivas, víctimas de violación y sobrevivientes de incestos!”, petición que completó con una apología de la pornografía porque “permite que el cuerpo viva el absolutismo lujurioso de la carne en forma desordenada”. No era de extrañar, pues,
que en cada presentación Andrea comenzara su discurso convencida
de que podía ser el último. Su cruzada contra la pornografía
hizo historia porque empezó a transformar la discusión
sobre un tema que moralinamente había manejado el ala conservadora
y se empezó a entender que “la pornografía no es
un campo de entretenimiento libre de víctimas”. Linda Boreman también esperó a alguien como Andrea para ofrecer un testimonio valiosísimo en esta cruzada, pues se trataba nada menos que de la actriz que protagonizó a Linda Lovelance en Garganta profunda, el clásico del cine porno. Su marido la introdujo en el mundo de la pornografía “a punta de pistola”. A partir de entonces sufrió violencia, secuestros, prostitución y nunca cobró ni un centavo por la película que recaudó 600 millones de dólares, según narra en su autobiografía Ordeal (1980). Fue tan grande la influencia de Dworkin, que Linda se sumó a la cruzada y rindió testimonio ante el congreso en 1983, cuando Andrea y Catherine Mackinnon presentaron en Minneapolis el proyecto de ley que consideraba a la pornografía “un atentado a los derechos civiles de las mujeres” porque “existe coerción en la producción de pornografía, aplicación forzada de material pornográfico sobre los demás, ataques directos originados por cierta pornografía específica y tráfico pornográfico”. Esta ley habría permitido a las víctimas ejercer acción civil y recibir una compensación en efectivo para obtener ayuda siquiátrica o legal. En ese año hubo audiencias públicas en las que el público habló a favor y en contra de la pornografía; sin embargo, aunque fue aprobada por unanimidad, terminó vetada, ya que la introdujo un republicano. Una ordenanza similar se dio en Indianápolis; finalmente la Suprema Corte la declaró inconstitucional. No obstante, Andrea Dworkin continuó firme en su tarea: “destruir toda la pornografía” porque, según argumentaba en su iniciativa: “las mujeres disfrutan la degradación y la violencia si así les place a los hombres, dado que la sexualidad está definida por ellos y para ambos sexos (… ) Bajo el patriarcado, la subordinación de las mujeres es erotizada y la violencia se ha hecho sexualmente atractiva”. La estigmatización que rodeó a Andrea Dworkin toda su vida como representante de un “feminismo trasnochado, radical y extremista” continuará más allá de su muerte. Y es que, como bien decía: “la sociedad se traga todo lo que le den y ha llegado a creer que nada de esto es malo, por eso la gente no se escandaliza. No les importa”, se lamentaba, aunque nunca al extremo de bajar la guardia, convencida de que “hace tiempo que comenzamos a ver, a identificar, a articular el dolor de la brutalidad sistematizada. Es tiempo de reconocer que gran parte de ese dolor es el resultado de un sistema diseñado para asegurar nuestros placeres”. La trascendencia y fuerza de
su obra, que aún aguarda ser traducida del inglés, sin
duda enriqueció al movimiento de mujeres, porque, como expuso
Gloria Steinem en su funeral: “en cada siglo hay una serie de
escritores que ayudan a la especie a evolucionar: Andrea forma parte
de ellos”. Los cambios que deseo ver son
simples y obvios |