El Quijote y el sicoanálisis
El Quijote, como el sicoanálisis, es articulación de tiempos que al desarticularse generan lo imprevisto, lo enigmático, al azar, la crítica radical a la construcción conceptual del sujeto en Occidente, y la acepción de y el funcionamiento de la conciencia, la historia y la razón discursiva. Por tanto, resulta una denuncia activa al logofonocentrismo occidental derivado de la metafísica tradicional que pugna por encasillar en la centralidad y la fijeza, y bajo la enmascarada violencia del poder ejercido por la palabra, al sujeto y a las instituciones. Violencia de la palabra vía la imposición del habla que intenta ignorar y desterrar la escritura, la huella y el gesto en el sentido derridiano.
Al respecto, El Quijote se vislumbra como quijánico, donde el espacio del sujeto se erige en cerco a la vida, dejando en la sombra las propias raíces de su vida y, asimismo, delimitando los múltiples tiempos discontinuos de lo vivencial en un tiempo lineal y sucesivo incapaz de ser cauce ni explicativo ni vivencial de las multiplicidad, fragmentariedad y discontinuidad en que se manifiestan las formas íntimas de la vida.
El Quijote, personaje del discurso sicoanalítico que desarticula el tiempo, corre a contraviento y se estrella contra lo elemental en un juego delirante, entre sombras, pues creemos que la sombra es la tierra y la tierra lo permanente, aquello que no puede faltarnos, hasta que desaparece, se difumina y experimentamos el horror que es la gran diferencia al darnos cuenta de que no somos el centro del universo, sino sólo una burbuja más en el espacio, sin asideros y que aun el sol que entibia nuestra piel puede mostrarse o no.
Sombras que a la luz develan la incompletud, la errancia, el tiempo fuera de sus goznes, el sujeto, la escritura y la amenaza del borramiento, lo deleznable del ser, las fisuras de la conciencia y la razón.
El Quijote salva los descubrimientos astronómicos y descansa en un lugar y en un tiempo en los que no hay nada edificado, donde el viento arrastra molinos, renovado en sí mismo en la tierra nace libre, ignorante de que existe otra cosa que la roce, otra piel más cerrada y compacta.
La tarde del Quijote es gualda, no tiene tiempo, no es de nunca, no es de nadie, y está ahí en un lugar de La Mancha, recogiendo su larga mirada y escuchando una voz interna, que a su vez, no tiene tiempo ni espacio; pero que tiene la necesidad de recogerse, de entrar en el delirio para luego emerger al confrontarse con la realidad y buscar el amparo del vientre, a sabiendas de que ya no existe, amante en busca de un amor que ha cesado ya de existir, inventando citas, rostros, nombres, Dulcineas, a mandamiento de la fantasía sin fin; para mantener un amor desdichado, afán sin recompensa, ansia insaciable de apresar lo perdido, la tierra, la luz, el viento, el fuego, aquello que se perdió sin palabra que pueda nombrarlo, tan sólo sombras tan sólo la presencia de la ausencia.
Rechazados una y otra vez en retaguardia está la oscura caverna, siempre el centro, donde al fin vencidos, rechazados de la tierra, tenemos que penetrar con la cabeza baja en los márgenes, excluidos y con el peso de la locura a cuestas, más grave y más doliente que nunca.
En la cuerda del tiempo se balancea el ser, pero no hay ni cuerda ni tiempo, tan sólo movimiento del ser humano desde adentro o desde afuera, aunque sólo sea escribiendo, sicoanalizando, poetizando, filosofando, deambulando, con mudos pasos por el laberinto y sus ficciones, ya que la vida-muerte, en realidad, es tan sólo eso.