Una sociedad ruidosa
Es evidente que la sordera, mal que padezco, requiere del auxilio de aparatos, a veces visibles, otras no tanto, que permiten razonablemente oír conversaciones y participar en ellas, no siempre muy seguro de que lo que uno dice corresponde al tema general de conversación.
Mis primeros auxiliares, notoriamente visibles, me los pusieron hace ya muchos, pero muchos años. Después la coquetería esencial de quien no quiere poner en evidencia sus limitaciones me llevó a cambiar oído por estética. No fue exitoso el cambio, y desde hace ya bastante tiempo volví a los aparatos visibles.
No son nada baratos, por supuesto. Y aunque la especialista que me atiende, una muy bella mujer, me ha establecido reglas de juego, me temo que no las empleo, y cuando hablo por teléfono me quito el auxiliar, me olvido de él, y cuando me acuerdo -o porque tengo alguna entrevista que me exige oír mejor- la desesperación inicial es más que frecuente porque, por más que registro los bolsillos, el maldito aparato no aparece.
Hace años me sentía incómodo si tenía que ponerme en público los aparatos. Eso era notable en clase y al dictar conferencias. Pero un día tomé una decisión heroica: de manera pública y notoria procedí al implante, y a partir de entonces se me olvidaron las vergüenzas.
Reconozco que cuando empecé a oír mejor gracias a los aparatos nuestro mundo era más discreto. Los lugares públicos: restaurantes, cafeterías, centros de reunión para conferencias y otros por el estilo, tenían si acaso un ambiente discreto, tal vez alguna melodía en tono bajo que no estorbaba las conversaciones.
Desde hace algunos años las cosas han cambiado. Hoy la música -yo la llamaría violenta- domina los ambientes y provoca una notable dificultad para las conversaciones. Mi esposa Nona, que oye muy bien, se solidariza conmigo en la petición, casi súplica, de que le bajen al sonido. En algunos restaurantes donde nos conocen nos destinan una de las mesas más alejadas del ruido espantoso y, además, le bajan la intensidad a los altavoces. No siempre es eficaz la solución.
Sin embargo, mis mayores pesadillas se producen cuando, rompiendo con una regla que me he impuesto, asistimos a una boda. Obviamente no aceptamos -pedimos excusas, por lo menos- ir a cualquier fiesta de esas. Hoy son, por regla general, ya no de amigos ni de hijos de amigos, sino de nietos. Pero a veces nos toca el privilegio de compartir la mesa con personas de particular relieve cuya conversación sobre temas políticos, culturales o simplemente de cosas comunes es especialmente interesante. Comprendo que en esos casos me desespero. Porque las orquestas, antes y durante la cena, son más que sonoras. Y a la hora del baile, insoportables.
Nona y yo hacemos discretos mutis -no tan discretos- al terminar la cena, pero a mí el ruido suele acompañarme por un buen rato. Y si no oigo, no hablo, y si no hablo, mis amigos piensan que soy un majadero. Lo que, dicho sea de paso, puede ser cierto.
Pero la moda es hacer el mayor ruido posible. Le llaman música, con cantos pegajosos que yo no entiendo, pero en realidad es una especie de hacerse presentes los organizadores de las bodas, o los dueños de los establecimientos, porque lo importante ya no es la comunicación personal sino la opresión esclavizadora de un ruido infernal.
Es obvio que una solución a medias es bajar al mínimo la intensidad de los aparatos de sordera (¡qué feo nombre!) o quitarlos de plano. Pero entonces pierdo las esperanzas de la mínima participación en las conversaciones.
Debían prohibir esos ruidos espeluznantes. Debo decir que me gusta mucho la música pero, curiosamente, sólo la disfruto cuando estoy solo.
Hace años, siendo abogado del INBA o de los integrantes de la Filarmónica de la Ciudad de México, disfrutaba en la absoluta soledad del Teatro de Bellas Artes, o de la Ollin Yoliztli, de las partituras a medias. En el automóvil, cuando voy solo, disfruto a Beethoven o a Agustín Lara en la voz incomparable de Plácido Domingo. Sin olvidar las zarzuelas.
Lo que ocurre seguramente es que no tengo remedio: me he vuelto antisocial y antipático.