El turno de Roma
El camino de la paz no lo conocieron. Romanos, 3:17.
A mediados de marzo de 2003 se hizo evidente que docenas y centenas de personas estaban a punto de morir en las ciudades iraquíes, que en ellas los edificios gubernamentales, las escuelas, los hospitales y las simples viviendas estaban a punto de derrumbarse por las explosiones de las bombas, y que las personas de buena voluntad en todo el mundo no habíamos hecho lo suficiente para impedir esa tragedia. La suerte de los bagdadíes estaba sellada y ya no había mucho más que hacer, excepto sentarnos a esperar la llegada de imágenes infernales en el televisor, los diarios y la computadora. También teníamos la certeza de que George W. Bush y sus ayudantes -Tony Blair, José María Aznar, Silvio Berlusconi, Leszek Miller y demás matarifes- no se disponían a erradicar la amenaza de atentados como los del 11 de septiembre en Estados Unidos, sino que estaban a punto de sembrar las semillas para una nueva cosecha de bombazos.
Cuando el 11 de marzo del año pasado Madrid se vio sacudida y masacrada, a todo mundo le quedó claro que aquello era un nuevo episodio de la guerra a la que fue llevada España contra la opinión mayoritaria de su propia gente, y las falsedades tempranas fabricadas por Aznar y por algunos medios de prensa no lograron ocultar ese hecho simple; por el contrario, precipitaron la caída de un gobernante que no sólo había hecho cómplice a su país en una aventura criminal, sino que además resultaba ser un redomado mentiroso.
El gobierno inglés pudo haber escarmentado entonces en sangre ajena y sacar sus tropas de un conflicto sin más perspectivas que el empantanamiento y la complicación. No lo hizo, y aseguró de esa forma la muerte y el sufrimiento de británicos inocentes. Dieciséis meses más tarde, medio centenar de londinenses pagaron con sus vidas la tozudez guerrera de Blair. Para mayor tragedia, a diferencia de lo ocurrido en España en los días posteriores a la masacre del 11 de marzo, en Gran Bretaña la ciudadanía no parece dispuesta a enviar su factura de muertos a la oficina del primer ministro.
Ahora es el turno de Roma. Si los italianos no se movilizan para obligar a Berlusconi a desengancharse de la guerra, pronto el estruendo de los explosivos y las sirenas de las ambulancias resonarán por las calles de la Ciudad Eterna. Por más que las tropas de la coalición capturen a Abu Mussab al Zarqawi, aunque terminen de convertir Afganistán en un páramo polvoriento, así capturen y maten por miles a peligrosos terroristas, si Italia no abandona la coalición, más temprano que tarde las bombas descubrirán que todos los caminos llevan a Roma.
Es el turno de Roma, de Varsovia o de Copenhague. Es el turno, de nuevo, de las ciudades estadunidenses. Los jefes de la coalición definieron y diseñaron una guerra global y fue muy tonto de su parte suponer que el aspecto propiamente bélico del conflicto habría de quedar confinada dentro de las fronteras iraquíes o en Asia central y Medio Oriente. Al igual que los gobiernos terroristas de Occidente, los terroristas islámicos harán sus cálculos de costo-beneficio y concluirán que atacar blancos civiles es más barato y fácil, para desmoralizar al enemigo, que incursionar contra objetivos militares.
Hace 2 mil años Pablo de Tarso instó a los romanos, por medio de su célebre Epístola, a buscar la salvación de sus almas. Hoy el alma es un asunto personal y privado, pero sería deseable que los habitantes de Italia tiraran a la basura al mamarracho que los desgobierna y de ese modo protegieran sus cuerpos, y los de otros, de los bombazos que faltan.