Usted está aquí: miércoles 13 de julio de 2005 Opinión Víctimas

Arnoldo Kraus

Víctimas

Ni las víctimas de Londres ni las de Irak ni las de Madrid ni las de Palestina ni las de Nueva York ni las de Afganistán ni las de Israel tienen nombre. Tampoco tienen cara. Tampoco tienen historia. Tampoco tienen identidad. Tampoco importa si estaban a favor o en contra de la política y de los políticos que deciden qué hacer con el enemigo o si marcharon recientemente contra el terrorismo -quizás algunos de los muertos en Londres fueron parte de los 2 millones de londinenses que desfilaron contra la guerra en Irak.

Cuando mueren los pasajeros británicos o los empleados latinoamericanos que trabajaban en las Torres Gemelas, o los rumanos que viajaban en el metro español dejan de ser lo que eran: desaparece la nacionalidad y se convierten en víctimas. Víctimas como las que son asesinadas en las filas de Bagdad en espera de trabajo o como los 100 mil civiles iraquíes que han fallecido a consecuencia de la guerra de Bush, de Blair, de Aznar, de Berlusconi y de los otros jerarcas europeos que no saben qué es lo que deben hacer para mandar sus aviones a Irak y así evacuar a sus militares.

Quien habla, finalmente, es la cruda realidad: las víctimas occidentales son idénticas a las víctimas de los países árabes. Carecen de apellidos, de tiempo, de vida. Parecería que los occidentales mueren más veces que los de los países árabes, aunque no sea así: la prensa se encarga de matarlos y de matarlos y de seguir matándolos. Nadie en el orbe tiene derecho a desconocer los bombazos de Londres, de Madrid o de Nueva York. Nadie puede dejar de enterarse del siniestro terror sembrado por los fundamentalistas árabes. Nadie puede permanecer en sigilo. Y es cierto: imposible no sentir odio hacia los jihadistas. Imposible no sentir que la vida ha cambiado a partir de la irrupción en el mundo de Al Qaeda y de grupos afines.

Desde que George W. Bush y Osama Bin Laden se encontraron, destaco, entre una miríada de posibilidades, tres lecciones. La primera es que el terror siembra más terror. La segunda es que ni todas las bombas del mundo ni toda la inteligencia de los servicios antiterroristas serán suficientes para detener el terror. Lo mismo puede decirse de los yihadistas kamikases: nada conseguirán a pesar de que sigan asesinando a destajo. Siempre habrá más víctimas. Víctimas inocentes, inominadas, quizás inopinadas, quizás idénticas a quien los mata.

La tercera es el papel de las víctimas. Las víctimas de las filas iraquiés y de los metros europeos son la parte medular del terrorismo y a la postre es lo que más importa. Desde el punto de vista de la filosofía donde matar al otro es la meta, cualquier persona es, en potencia, víctima. Y eso es lo que precisamente busca y consigue el terrorismo anónimo que ejercen los jihadistas: hacer que una víctima sea igual al otro, que las víctimas se hermanen y que Occidente entienda que todos somos potencialmente blancos de su ideario. Lo mismo deben sentir muchos musulmanes, sea quien sea el que los mate, cuando la prensa da cuenta, casi a diario, de la muerte de decenas de inocentes en Irak.

Agazapados y protegidos, los grupos extremistas logran su cometido, cada vez que hacen de un inocente una víctima: amenazar al mundo y advertir que su lucha no tiene fin. Es más, mucho más eficaz matar inocentes en capitales europeas o ciudades estadunidenses que asesinar militares en tierras iraquíes.

La víctima inominada parece ser sino de nuestros tiempos e inevitable realidad de la política contemporánea. Tras los despliegues de la prensa, de los execrables comunicados de los grupos terroristas -sea cual sea su origen- y de las palabras, cada vez más despreciables de los políticos, lo único que importa y queda es la víctima y su entorno. Quedan la tumba, la pierna mutilada, la familia cuarteada, los huérfanos, las heridas incurables, el horror, el odio. Las víctimas son universales. Las víctimas muertas o mutiladas sí que se parecen: la mayoría era seguramente inocente y la mayoría desconocía su destino.

Pensar el mundo y en el otro a través de la mirada de las víctimas nos convierte a todos en testigos. Ser testigo compromete, a pesar de que el intríngulis del terrorismo sea impenetrable. Hablar, al menos hablar -y de ser posible contagiar- es tarea obligatoria de todo testigo. Lévinas practicaba la filosofía "de resistencia a la barbarie". Quizás eso es lo único que podemos hacer los que no somos víctimas, pero sí testigos: resistir y hablar en contra de la barbarie.

 
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