Editorial
País de desigualdades, inseguridad y violencia
El Informe sobre Desarrollo Social y Humano en México correspondiente a 2004, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y diversos especialistas nacionales, ofrece un panorama devastador sobre la persistencia de la inequidad social y económica en el país, agravada a últimas fechas por la inseguridad y la violencia.
El avance de uno por ciento experimentado por el país en materia de desarrollo humano en los últimos tres años podría considerarse satisfactorio si se presentara en un entorno de cobertura generalizada de las necesidades básicas de la población; en el caso, por ejemplo, de un país de Europa occidental. Pero en el contexto nacional, en el que decenas de millones de personas subsisten en condiciones de pobreza o de franca miseria, el indicador referido puede calificarse, con justicia, de ínfimo: a ese ritmo, los mexicanos más desamparados, los que viven en situación de permanente emergencia, tendrán que esperar tres décadas para observar una mejoría de 10 por ciento en su calidad de vida. Otro tanto puede decirse del dato aportado por el presidente Vicente Fox en el acto de presentación del informe, que tuvo lugar ayer en el Museo Nacional de Antropología de esta capital, de que en 2000 había un diferencial de 12.34 entre los municipios más ricos y los más pobres del país, y que ese margen se redujo a 1.24. Cabría señalar, si la cifra fuera correcta, que la desigualdad, medida por entidades y municipios, puede parecer aceptable y moderada. Pero tales indicadores no reflejan de ninguna manera realidades como el contraste socioeconómico entre, por ejemplo, Bosques de Las Lomas y Chalco, por mencionar dos zonas del Valle de México; el que se registra entre la capital de Sonora y una localidad indígena de la Sierra Norte de Puebla, o el que, peor aún, separa a los funcionarios públicos y los señores de las finanzas, por un lado, de las obreras de las maquiladoras en el norte del país y los jornaleros oaxaqueños que emigran a Baja California, por el otro.
Si es que algo se ha avanzado en el último cuatrienio en materia de salud, educación e ingresos, se ha perdido en ese mismo lapso en materia de seguridad pública y acceso a la justicia. Ese pronunciado deterioro, debe señalarse, afecta a todos, pero es más severo en quienes menos tienen. Si la Procuraduría General de la República comete atropellos tan graves contra un funcionario de la Presidencia (Nahúm Acosta Lugo) y un constructor privado (Joaquín Romero Aparicio), se puede imaginar el estado de indefensión legal de un albañil o de un comunero indígena. Si una persona de la clase media urbana sufre un descalabro patrimonial grave cuando le roban el automóvil, hay que hacerse una idea de la catástrofe que significa para un asalariado de bajos ingresos que le quiten en un asalto un mes de su sueldo.
Ante la evidencia de que en nuestro país coexisten escenarios de calidad de vida equivalentes a los de Italia con zonas de miseria comparables a las de las naciones africanas más pobres, no queda ningún margen moral para la autocomplacencia y el triunfalismo. Las expresiones festivas y las celebraciones de índices de desarrollo humano tan próximos al estancamiento constituyen un agravio adicional al que conlleva la persistente desigualdad extrema que caracteriza a nuestro país, la cual anula la "condición democrática" que celebra el jefe del Ejecutivo federal. No será cantando el Himno Nacional en los actos presidenciales como se fortalezca la unidad nacional. Si realmente se busca preservar y consolidar la unión entre los mexicanos, debe empezarse por combatir con seriedad, y en forma más que simbólica, las inequidades sociales, económicas y de acceso a la justicia, las cuales constituyen el principal riesgo de fractura en el México contemporáneo.