Usted está aquí: viernes 15 de julio de 2005 Opinión Los atentados de Londres alimentan el racismo

Editorial

Los atentados de Londres alimentan el racismo

Además de los 50 muertos y de los centenares de heridos, los atentados terroristas de la semana pasada en Londres dejan un saldo de prejuicio y hostigamiento gubernamental, policial y social contra los árabes y musulmanes en Estados Unidos y Europa. La policía británica catea domicilios de familias islámicas, el gobierno italiano encierra en "prisión preventiva" a cientos de personas por el simple hecho de ser o parecer árabes o musulmanas y el gobierno estadunidense congela cuentas de organizaciones sauditas opositoras a la monarquía; las histerias gubernamentales se corresponden con las fobias sociales: organizaciones islámicas inglesas han denunciado agresiones físicas y verbales contra sus integrantes, y los musulmanes del Reino Unido viven en el temor del linchamiento. Vaya un dato sobre esta hipocresía racista que prospera en Occidente: las instituciones europeas se sumaron a los dos minutos de silencio, ayer, en memoria de las víctimas, actitud que sería loable de no ser porque no hubo, de parte de esas instituciones, una sola expresión de dolor o piedad por las decenas de niños descuartizados antier en Bagdad por un atacante suicida.

A tanto ha llegado la histeria que el propio gobierno de Pakistán, nación abrumadoramente islámica, parece dispuesto a aceptar las presiones europeas para imponer en las escuelas coránicas (madrasas) del país planes de estudio ajenos a su naturaleza, como inglés, matemáticas y computación, con el pretexto de eliminar el "radicalismo" en esas instituciones. No está de más recordar que fueron los gobiernos de Estados Unidos y Arabia Saudita los que auspiciaron y financiaron la conversión de algunas madrasas paquistaníes en centros de entrenamiento militar para los milicianos islámicos que combatían a los soviéticos en Afganistán. Tras ser distorsionados de esa manera, y una vez que terminó la intervención de Moscú en territorio afgano, tales establecimientos pasaron a ser bases de operación del terrorismo islámico en Cachemira y, posteriormente, en cuarteles para los talibanes que se hicieron con el control de la mayor parte del territorio afgano. Pero las madrasas son, en su mayoría, los únicos establecimientos que proporcionan educación a los niños de las familias más pobres, una tarea que el régimen de Islamabad no puede o no quiere realizar.

Frente a la oleada de fobias irracionales, de poco sirve explicar que el fundamentalismo terrorista es al Islam lo que las sectas suicidas al cristianismo, es decir, expresiones anómalas y excepcionales, y más alimentadas por los rencores hacia Occidente que por las enseñanzas del Corán.

Los estados que se proclaman como paladines de la democracia y guardianes de las libertades individuales aprovechan la ocasión para incrementar los de por sí desmesurados control, y vigilancia policiales sobre los ciudadanos. El primer ministro Tony Blair pidió la adopción de medidas "antiterroristas" más estrictas que las vigentes, que permitan la expulsión discrecional de extranjeros de territorio británico; el secretario estadunidense de Seguridad Interior, Michael Chertoff, anunció un endurecimiento de las ya draconianas reglas de admisión migratoria que imperan en el país vecino, y adelantó que en breve se tomará el registro de las 10 huellas dactilares a los visitantes de primer ingreso a territorio estadunidense, una práctica policiaca habitual para fichar a delincuentes, pero vejatoria e injustificada cuando se trata de simples viajeros. El ministro del Interior británico, Charles Clarke, pidió la instalación generalizada de cámaras de video en lugares públicos, el acceso irrestricto de las autoridades a conversaciones telefónicas y mensajes de correo electrónico entre particulares y la implantación de pasaportes con medidas reforzadas de seguridad.

Las comunidades musulmanas de Europa y Estados Unidos son, en el momento actual, los objetivos evidentes e inmediatos de esta nueva vuelta de tuerca contra las libertades y las garantías individuales, pero en definitiva las víctimas serán las sociedades en su conjunto.

Es claro, por lo demás, que el incremento de la vigilancia policial sobre los ciudadanos y el acotamiento de los derechos humanos ­al libre tránsito, a la privacidad, a la manifestación de ideas, a la libertad de opción en materia religiosa­ no serán suficientes para impedir la ejecución de nuevos atentados criminales. El gobierno español endureció drásticamente sus medidas de seguridad después del 11 de septiembre de 2001, pero ello no evitó los bombazos del 11 de marzo de 2003 en Madrid; de la misma forma, después de esa fecha los gobernantes ingleses estrecharon la supervisión y el espionaje de presuntos sectores islámicos radicales, y no lograron con ello detener a los autores de los ataques de la semana pasada. Ahora el gobierno de Silvio Berlusconi arresta ya no a presuntos terroristas, sino a presuntos musulmanes, a tontas y a locas, pero esos operativos no logran disipar la certeza fatalista del ministro de Justicia italiano, Roberto Castelli: "sabemos que nos atacarán en febrero o marzo" del año entrante, dijo ayer este funcionario al Corriere della sera.

Las corporaciones policiales, los ejércitos invasores y la proliferación de actitudes fóbicas y racistas no lograrán desactivar los próximos atentados terroristas, sino que, por el contrario, los multiplicarán. Estados Unidos y los gobiernos europeos que acompañaron a Washington en la guerra criminal contra Irak no pueden pretender, después de haber destruido ese país y provocado el baño de sangre en el que se encuentra actualmente, que sus propios territorios queden a salvo de la violencia. La única forma de detener la guerra ­que cobra víctimas civiles en Bagdad como en Madrid y Londres­ es mediante acciones de paz, diálogo, negociación y entendimiento. Esto, que debiera ser obvio, no lo ha sido hasta ahora para los gobernantes occidentales.

 
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