Usted está aquí: domingo 17 de julio de 2005 Opinión El telón

Milan Kundera

El telón

Ampliar la imagen Con El tel�usquets Editores inaugura la colecci�senciales

Con la publicación del nuevo libro de Milan Kundera, El telón, Tusquets Editores inaugura a la vez la colección Esenciales, con todos los títulos del autor checo que constan en su catálogo. Acompañán a El telón, la novela La despedida, el volumen de relatos El libro de los amores ridículos y la obra de teatro Jacques y su amo. Con autorización de la editorial y del autor, ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de El telón.

Pobre Alonso Quijano

El pobre Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante. De cara a la historia de la literatura, Cervantes consiguió todo lo contrario: situó un personaje legendario a ras de suelo: en el mundo de la prosa. La prosa: esta palabra no sólo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal, de la vida. Decir que la novela es el arte de la prosa no es, pues, una perogrullada; esta palabra define el sentido profundo de ese arte. A Homero no se le ocurre preguntarse si Aquiles o Ayax, después de sus muchos combates cuerpo a cuerpo, aún conservan sus dientes. Para Don Quijote y para Sancho, por el contrario, los dientes son una constante preocupación, dientes que duelen, dientes que faltan. "Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y mucho más se ha de estimar un diente que un diamante."1

Pero la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también una belleza hasta entonces menospreciada: la belleza de los sentimientos modestos, por ejemplo el de esa amistad impregnada de familiaridad que siente Sancho por Don Quijote. Este le regaña por su desenvoltura parlanchina alegando que en ningún libro de caballería un escudero se atreve a hablarle a su amo en ese tono. Por supuesto que no: la amistad de Sancho es uno de los descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica: "... no puedo más, seguirle tengo; somos del mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y el azadón", dice Sancho.

La muerte de Don Quijote es aún más conmovedora por ser prosaica, o sea, desprovista de todo pathos. Tras dictar su testamento, agoniza durante tres días, rodeado de la gente que le quiere: sin embargo, "comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto".

Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían a los personajes "como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes". Ahora bien, el propio Don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es algo totalmente distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Esta es la razón de ser del arte de la novela.

Historia de una conversión

Busco en mi biblioteca Madame Bovary, en la edición de bolsillo de 1972. Hay dos prefacios, el de un escritor, Henry de Montherlant, y el de un crítico literario, Maurice Bardèche. Los dos creyeron de buen gusto distanciarse del libro, del que sólo otean la antecámara. Montherlant: "Ni esprit (...) ni novedad de pensamiento (...) ni vivacidad en la escritura, ni agudezas imprevistas, ni raza, ni singularidades: Flaubert carece de genio hasta un punto que parece poco creíble". Sin duda alguna, sigue diciendo, puede aprenderse algo de él, pero a condición de que no se le conceda más valor del que tiene y de que se sepa que no está hecho "de la misma pasta que un Racine, un Saint-Simon, un Chateaubriand, un Michelet".

Bardèche confirma ese veredicto y cuenta la génesis del Flaubert novelista: en septiembre de 1848, con veintisiete años, lee a un pequeño círculo de amigos el manuscrito de La tentación de san Antonio, su "gran prosa romántica", en la que (sigo citando a Bardèche) "depositó todo su corazón, todas sus ambiciones", todo su "gran pensamiento". La condena es unánime, y sus amigos le aconsejan deshacerse de sus "vuelos románticos", de sus "grandes movimientos líricos". Flaubert obedece y, tres años después, en septiembre de 1851, emprende Madame Bovary. Lo hace "sin placer", dice Bardèche, como "un castigo" contra el que "no deja de echar pestes y quejarse" en sus cartas: "Bovary me amodorra, Bovary me aburre, la vulgaridad del tema me da náuseas", etcétera.

Me parece inverosímil que Flaubert haya asfixiado "todo su corazón, todas sus ambiciones" sólo para seguir, de mala gana, la voluntad de sus amigos. No, lo que cuenta Bardèche no es la historia de una autodestrucción. Es la historia de una conversión. Flaubert tiene treinta años, el momento indicado para romper su crisálida lírica. Que luego se queje de que sus personajes son mediocres es el tributo que debe pagar por la pasión en que para él se ha convertido el arte de la novela y su campo de exploración, que es la prosa de la vida.

El grato fulgor de lo cómico

Después de una velada mundana en compañía de Madame Arnoux, de la que está enamorado, Frédéric, en La educación sentimental, embriagado por su porvenir, vuelve a casa y se detiene ante un espejo. Cito: "Se encontró bello -y siguió mirándose por un minuto".

"Un minuto." En esta medida precisa del tiempo está toda la enormidad de la escena. Se detiene, se mira, se encuentra bello. Durante todo un minuto. Sin moverse. Está enamorado, pero no piensa en la mujer que ama, deslumbrado como está por sí mismo. Se mira en el espejo. Pero no se ve mirándose en el espejo (como lo ve Flaubert). Está encerrado en su yo lírico y no sabe que el grato fulgor de lo cómico le ha iluminado a él y a su amor.

La conversión antilírica es una experiencia fundamental en el currículo de un novelista; alejado de sí mismo, se ve de pronto a distancia, sorprendido de no ser aquel por el que se tomaba. Tras esta experiencia, sabrá que ningún hombre es aquel por el que se toma, que ese malentendido es general, elemental, y que proyecta sobre la gente (por ejemplo sobre Frédéric, plantado ante el espejo) el grato fulgor de lo cómico. (Ese fulgor de lo cómico, descubierto de pronto, es la recompensa, discreta y valiosa, de su conversión.)

Emma Bovary, hacia el final de su historia, tras ser rechazada por los banqueros, abandonada por Léon, sube a la diligencia. Delante de la portezuela abierta, un mendigo "lanzaba una especie de aullido sordo". En este instante, ella "le echó por encima del hombro una moneda de cinco francos. Toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así".

Era realmente toda su fortuna. Había tocado fondo. Pero la última frase, que he puesto en cursiva, revela lo que Flaubert ha visto, pero de lo que Emma no era consciente: no sólo tuvo un gesto de generosidad, sino que se gustó al hacerlo; incluso en ese momento de auténtica desesperación, no dejó pasar la ocasión de exhibir su gesto, inocentemente, para ella misma, queriendo parecer hermosa. Un fulgor de tierna ironía ya no la dejará, incluso durante su caminar hacia la muerte, ya tan próxima.

El telón rasgado

Un telón mágico, tejido de leyendas, colgaba ante el mundo. Cervantes envió de viaje a Don Quijote y rasgó el telón. El mundo se abrió ante el caballero andante en toda la desnudez cómica de su prosa.

Al igual que una mujer que se maquilla antes de correr hacia su primera cita, el mundo, cuando acude a nosotros en el momento en que nacemos, ya está maquillado, enmascarado, preinterpretado. Y los conformistas no serán los únicos en no darse cuenta; los seres rebeldes, ávidos de oponerse a todo y a todos, no se dan cuenta de hasta qué punto ellos mismos son obedientes; sólo se rebelarán contra lo que ha sido interpretado (preinterpretado) como motivo digno de rebelión.

Delacroix copió la escena de su célebre cuadro La Libertad guiando al pueblo a partir del telón de la preinterpretación; una joven en una barricada, el rostro severo, los pechos desnudos que dan miedo; a su lado, un chiquillo con una pistola. Por mucho que no me guste ese cuadro, sería absurdo excluirlo de la gran pintura.

Pero una novela que ensalce semejantes poses convenidas, semejantes símbolos ya manidos, se excluye a sí misma de la historia de la novela. Porque, al rasgar el telón de la preinterpretación, Cervantes puso en marcha ese arte nuevo; su gesto destructor se refleja y se prolonga en cualquier novela digna de ese nombre; es la seña de identidad del arte de la novela.

El veredicto de Cervantes

En su novela, Cervantes hace varias veces largas enumeraciones de libros de caballerías. Menciona los títulos, pero no siempre le parece necesario señalar el nombre de sus autores. En aquella época, el respeto hacia el autor y sus derechos todavía no formaba parte de las costumbres.

Recordemos que, antes de que Cervantes terminara el segundo volumen de su novela, otro escritor, todavía hoy desconocido, se adelantó publicando con seudónimo la continuación de las aventuras de Don Quijote. Cervantes reaccionó como lo habría hecho hoy cualquier novelista: con ira; ataca violentamente al plagiario y proclama con orgullo: "Para mí sola nació Don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno...".2

Desde Cervantes, éste es el primer distintivo fundamental de una novela: es una creación única e inimitable, inseparable de la imaginación de un solo autor. Antes de que quedara escrito, nadie podía imaginar a un Don Quijote; era incluso de por sí lo inesperado; y, sin el encanto de lo inesperado, ningún gran personaje novelesco (y ninguna gran novela) fue a partir de entonces concebible.

El nacimiento del arte de la novela quedó atado a la toma de conciencia del derecho del autor y a su defensa feroz. El novelista y su obra son "una misma y única cosa"; el novelista es el único dueño de su obra; es su obra. No siempre fue así. Y no siempre será así. Pero entonces, el arte de la novela, la herencia de Cervantes, habrá dejado de existir.

1 Todas las citas del Quijote mencionadas en esta traducción pertenecen a la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Biblioteca Clásica, Instituto Cervantes /Editorial Crítica, 1998. (N. de la T.)

2 Cervantes deja hablar aquí a su pluma. (De nota 49, pág. 1223, op. cit.) (N. de la T.)

Estos textos pertenecen a la primera y la cuarta partes de El telón, Tusquets
Editores.

© Milan Kundera, 2005

© de la traducción: Beatriz de Moura, 2005

 
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