Llamó dos veces
De un tiempo para acá me resulta cada vez más difícil abrir un sobre que me llega por correo. No estoy en el caso del escritor que recibe tantas cartas que en provecho de su propio trabajo toma la decisión de no contestarlas. Es cierto que tengo hasta en exceso presente el cuidado del tiempo, pero si soy sincera tampoco puedo atribuir a esta conciencia no abrir los sobres que recibo en el buzón. El asunto es otro.
De un sobre en la mano me basta ver el remitente para saber si por lo menos lo conservaré en espera de un cambio de ánimo que me permita abrirlo y preparar el contenido para, en otro buen momento, quizá leerlo. Hay sobres que se descartan por sí solos, y debo confesar que experimento un extraño placer al hacerlos trizas sin abrirlos y arrojar los pedazos en la papelera.
Encima de mi escritorio se acumulan cartas que confío en que un día podré leer, pero apilados en otra mesa lo que acumulo son sobres cuyo contenido adivino y, aun con la esperanza de conocerlo, sé que lo más probable es que nunca lo leeré. Este montón consiste en invitaciones que me llaman a actos para los que no cuento con el entusiasmo de atender. En cambio abro los sobres con las cuentas de los servicios usuales de que uno dispone y por supuesto pago y archivo el recibo con el sello que constata que no debo nada. Pero, ¿esto es todo lo que uno ha de pagar? Si sé que no lo es, ¿insisto en asegurar que al pagar estos servicios no debo nada?
La carta de una amiga de la infancia despierta en mí una nostalgia tan grande que me abstengo de leerla por temor a soltarme a llorar. Las cartas en que los editores te hacen saber que rechazan tu libro son veneno que aun archivado mata. No hay que alimentar la desilusión por más anticipable que pueda ser.
Entre nosotros es raro recibir cartas de admiración, y los escritores que las reciben suelen ser lo suficientemente reconocidos como para necesitarlas o agradecerlas. Ni es costumbre enviar cartas de repudio a un escritor, de manera que los sobres que aparto para abrir algún día de antemano sé que no contienen esta provocadora forma de comunicación.
Celebro las cartas de amigos que te recuerdan, pero contestarles automáticamente que tú también, aun cuando sea cierto, parecería falso y no lo hago. El contacto con el mundo exterior me parece tan cargado de emociones encontradas, de necesidades ambiguas, de consecuencias las más de las veces tan temibles que no es inusual optar por evitarlo.
Uno acaba siendo torpe en las situaciones más ordinarias, inadecuado y tartamudo. Llega la hora en que ni el teléfono hay que contestar, ni el timbre de la puerta que salir a atender. Todo apunta a que siguiendo los pasos de un Rilke te retires a un castillo en las afueras de la ciudad y no te dediques a otra cosa que a tus libros, los que escribes y los que lees. Pero, ¡qué difícil es tomar decisiones definitivas! Es más fácil posponerlas y tener fe en olvidarlas, tampoco está bien disponer nada de tal modo que lo que nace con buena intención termine por perseguirte.
No hay momento del día más deseable que el de que llegue la noche y te duermas, pero no hay momento de la noche más aterrador que el de la llegada del insomnio con el desfile de los sobres que no abriste, el mundo exterior que te llamó y al que le cerraste la puerta en la nariz. No hay paliativo para este acoso como no sea leer las cartas de Proust a su mamá y preguntarte qué habrías escrito a la tuya si te hubieras dado el tiempo.