La inteligencia inglesa y Jack
La sospecha frente a los argumentos del poder es saludable, sobre todo después de que dos de los gobiernos más poderosos del mundo, el de Estados Unidos y el de Gran Bretaña, se han pasado los últimos tres años emitiendo mentiras cada vez más gordas y escandalosas para justificar sus crímenes. Por ello me permito dudar que los cuatro jóvenes a los que el gobierno de Tony Blair atribuye la autoría de los atentados del 7 de julio hayan tenido algo que ver en el asunto. Tal vez hayan sido cuatro pasajeros más de los medios de transporte atacados, otras tantas víctimas de la barbarie terrorista, y que los servicios policiales ingleses no hallaron mejor salida que depositar la culpa del crimen en cuatro cadáveres calcinados que de todos modos no están en condiciones de probar su inocencia. Familiares y conocidos cercanos de los pretendidos asesinos expresaron su incredulidad unánime al enterarse de la imputación. Hasta ahora, además, la única "prueba" es que alguno de ellos viajó a Pakistán. Es la misma clase de indicio turístico con la que, en España, el juez Baltasar Garzón se empeña en condenar por terrorismo al periodista Taysir Alony.
La tragedia del 7 de julio se repitió en Londres, dos semanas después, en forma de farsa, cuando presuntos terroristas chambones hicieron estallar cuatro petardos inofensivos en otros tantos puntos de líneas del transporte colectivo. De ese episodio podría uno extraer conclusiones contrastadas: por ejemplo, que en esta ocasión los asesinos sólo querían lanzar una advertencia, que son muy ineptos para conectar los detonadores a la masa explosiva, o bien que no hubo terroristas; o los autores de los más recientes atentados eran una pandilla de niños que jugaban a asustar a la capital inglesa o que la operación provino de los sótanos del gobierno de Blair a fin de refrescar la amenaza, poner a sus gobernados en estado de histeria y crear, así, las condiciones para seguir perpetrando atrocidades en Afganistán, Irak y la propia Gran Bretaña: hasta ahora la policía tiene a tres personas a las que hasta la fecha mantiene presas sin acusación formal -sabrá Dios cómo las estén tratando-, y dos días después unos agentes del orden le reventaron la cabeza a balazos a un joven brasileño que nada tenía que ver con actividades terroristas, pero que tal vez habría podido parecer paquistaní. Habrá más casos de ésos, dijo el impúdico Ian Blair. Hay que conceder que, cotejada con las instituciones inglesas, nuestra Agencia Federal de Investigaciones (AFI) no está tan mal: el arquitecto Joaquín Romero Aparicio, víctima de una confusión similar, por lo menos está vivo, por más que los mandos de la SIEDO lo hayan obligado a pasar una semana en el infierno.
El pasado 22, Jorge Carrillo Olea publicó, en estas mismas páginas, una elogiosa reseña del accionar del MI-5, el MI-6, Scotland Yard y demás entidades británicas de inteligencia, contraespionaje y policía. Su artículo me causó sorpresa. Comparados con sus pares españoles (los cuales el 11 de marzo del año pasado atendieron en forma ejemplar a las víctimas vivas y a los deudos de las muertas, y operaron con rapidez para seguir las pistas, pese a los intentos de manipulación de las pesquisas realizados por el gobierno de José María Aznar), los policías insulares no han conseguido, en términos concretos, nada, salvo destruirle la vida al doctor Magdi Mahmud Mustafá al Nashar, químico egipcio que vive en Londres y que se encontraba de vacaciones en su país en el momento de los ataques. Carrillo Olea dice que "están ya identificados y detenidos los autores materiales y el autor intelectual, quien fue aprehendido en El Cairo", pero esas aseveraciones son falsas: según la versión oficial, los autores materiales están muertos, y sobre la culpabilidad del científico egipcio hay un margen de duda más que razonable.
Tal vez en algún momento el MI-5 y el MI-6 hayan brillado por su profesionalismo, pero hoy en día no veo cómo defender a unos organismos de inteligencia que son utilizados en favor de una causa más bien estúpida, como lo es la "guerra contra el terrorismo" emprendida por Bush y Blair, una aplicación planetaria, sangrienta e inmoral de una idea tan vieja como poco brillante: apagar incendios con gasolina. Uncidas a esa tarea, las corporaciones del espionaje exterior e interior de Gran Bretaña han fabricado mentiras, han participado en los atropellos perpetrados en Guantánamo, Abu Ghraib, Kandahar y Bagram y han colaborado en la colocación de bombas en las ciudades iraquíes -lo de menos es que los artefactos explosivos sean puestos en el sitio por un peatón o por el piloto de un avión Tornado. Las instituciones militares, policiales, de espionaje y de inteligencia del Reino Unido fueron envilecidas y acanalladas por un gobierno que se ha colocado al margen de la ley, y que es tan asesino como los terroristas a los que enfrenta. Con esos datos en mente, y suponiendo que fueran ciertas las virtudes que el articulista les atribuye, los elogios al MI-5 y MI-6 me parecen equivalentes a la admiración que pudiera sentir un cirujano por la precisión y la destreza con que Jack El Destripador manejaba el bisturí.