Usted está aquí: sábado 30 de julio de 2005 Política Contribución a la crítica de la propaganda

Ilán Semo

Contribución a la crítica de la propaganda

Hace ya 20 años, Michel Serres definió (en Les cinq senses) las sociedades contemporáneas como "sociedades del ruido". Su visión provenía de una inesperada combinación entre la teoría de la información y la teoría de la música. En el mundo de hoy, todo mensaje debe recorrer, para llegar a su receptor, un sinnúmero de barreras. Hay obstáculos sociales y los hay también políticos y culturales. Pero es obvio que el principal valladar que encuentra un mensaje en su camino es otro mensaje que compite con él. Visto desde la perspectiva del emisor, el océano de mensajes en que vivimos dispersa la atención del receptor, es decir, obstaculiza la recepción de cada mensaje por separado. El público es sometido así no sólo a la labor de una comunicación inclemente, sino a la de una comunicación inclementemente caótica. La suma de este caos es ininteligible, escapa a todo intento de reducir o elaborar su carácter tumultuoso. En otras palabras: es ruido. En la "sociedad del ruido" todos quieren -o necesitan- hacerse escuchar, todos hablan al mismo tiempo. El escucha -léase: el ciudadano- se ha vuelto un ser anónimo, oscuro, una presa, el blanco de una cacería mediática.

Cuando los expertos en publicidad o los asesores políticos anuncian que van a emprender una campaña para promover un producto o legitimar a un candidato (léase: para ganar consumidores o votantes) en realidad se preparan para salir de cacería, ya sea de consumidores o de electores. Y el espectáculo sólo puede transcurrir en un territorio que es patrimonio de la sociedad en su conjunto y no de algún ente privado en particular: el espacio de la opinión pública. En este espacio hay un tipo de mensajes que ocupan el centro -y dan centralidad- a la esfera del ruido: la propaganda, tanto la privada como la pública.

El énfasis que algunos analistas hacen en el término "cacería" no es gratuito. Quiere mostrar el otro lado de lo que la retórica del mercado presenta como un juego de libertades.

¿Quién, si no los anunciantes, puede financiar la radio, la televisión y la prensa escrita? ¿No merecen por esta humanitaria labor todo el reconocimiento, todas o casi todas las libertades de expresión? Sobre todo, la libertad ilimitada del uso del espacio público de la comunicación. Así, los empresarios son libres de anunciarse, las empresas son libres de anunciarlos y el público es libre de ser idiotizado. En última instancia, si no le gusta siempre puede apagar la radio o el televisor e irse a dormir.

La propaganda se ha convertido en un extraño objeto de fe, una fe contradictoria. Todo el mundo parece convencido de la banalidad y la futilidad de la propaganda. Su pedagogía es incluso temida por utilitaria, glotona y manipuladora. Y, sin embargo, nadie parece interesado en cuestionar su supuesta inevitabilidad económica. El hecho de que degrade y sature todo el espacio público aparece como un mal menor, el costo inevitable para que subsistan las instituciones que hacen posible a la opinión pública.

El problema, si es que se admite como problema, es: ¿qué tan menor resulta este costo?

Ver en la propaganda una "religión del mercado", como lo sugieren algunos observadores, es absurdo. Las religiones son una cosmovisión del mundo, la vida y la muerte: la propaganda es un panfleto agigantado. Pero sin dudad contraen y contienen un credo: el credo en sí misma, el credo en la banalidad del mensaje, la fe de que el único sentido que da sentido a la sociedad es comprar y vender, no importa qué. El que no sabe vender (no importa si es una creación intelectual, una obra de arte, un acto de filantropía, salchichas o tangas) no entiende el mundo.

Sobra decirlo. Los iconos de la estética de la mercancía son tan desechables como los productos que anuncian. Y sin embargo ejercen un magnetismo apabullante. Las industrias de la propaganda viven de ello. La misma sociedad del espectáculo está basada en el cálculo de que sus figuras se transformen, cada día con mayor rapidez, en fantasmas deambulantes.

La pregunta es si este atrabiliario mecanismo de uso y usufructo del espacio público debe ocupar, como hasta ahora, el conjunto de ese espacio o merece ser confinado ahí donde le corresponde, la franja de su propio territorio privado.

Por ejemplo, ¿por qué le es permitido a la propaganda desplegarse en las calles y los sitios centrales de la ciudad? La respuesta es que el gobierno obtiene mayores ingresos o que se promueve el empleo. Lo mismo se dice del espacio televisivo.

¿Qué pasaría si las calles fueran una suerte de territorio liberado de la sociedad del ruido? ¿O si los programas televisivos confinaran la publicidad entre cuatro y cinco de la tarde en algún canal en especial?

Ya no asisto frecuentemente al cine comercial. Pero siempre sucede lo mismo. La película esta anunciada a las 16 horas y uno debe soportar casi media hora o más de anuncios indigestos. ¿No acaso acude uno al cine también para evitar esta tropelía televisiva? ¿Qué pasaría entonces? Económicamente hablando, lo único que sucedería es que los costos de la publicidad aumentarían y su público se reduciría a quienes están interesados en ella. Los efectos serían más bien de otra índole. El credo en la propaganda no se reduciría, pero al menos perdería una parte de su centralidad.

¿Una utopía? Tal vez

 
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