Derechos humanos, tortura y democracia
Entre más democráticos se reclaman partidos y elites políticas, mayor es el grado de violación de los derechos humanos. En los estados contemporáneos, cuyas bases de sustento se encuentran en los principios de una economía social de mercado, la emergencia de instituciones como el defensor del pueblo, del menor, de la juventud, del estudiante, de las mujeres, del soldado, del desempleado o del preso, demuestra una paradoja: la proliferación de organismos para la defensa del ciudadano es inversamente proporcional a los espacios de participación democrática existentes. No hay rincón donde no se realicen prácticas vejatorias para la condición humana en sus apartados físico y sicológico. Asimismo, la degradación en las condiciones de trabajo se acompaña de un poder despótico incompatible con un ordenamiento democrático.
La existencia de tortura y de malos tratos infligidos por las fuerzas de seguridad del Estado no constituye un accidente ni es un hecho anómalo en las autoproclamadas sociedades democráticas. La tortura se aplica a presos de guerra, políticos y delincuentes comunes sin diferencia de sexo, etnia, clase o grupo social. El uso de la violencia planificada para obtener información constituye parte de la razón de Estado. En no pocas ocasiones podemos observar comportamientos dislocados de jueces, fiscales o abogados lanzando loas a la violencia ejercida desde las autoridades políticas en la lucha antiterrorista. En Israel, por ejemplo, el Poder Judicial ampara detenciones ilegales, avala secuestros y cierra los ojos ante la tortura cuando se trata de luchar contra el pueblo palestino. En España, el gobierno socialdemócrata de Felipe González creó los GAL, llevándose por delante a más de 20 personas. Igualmente Aznar no tuvo miramientos al negar derechos a los extranjeros y expulsarlos sin ningún soporte legal. Amén de las violaciones de habeas corpus a supuestos colaboradores miembros de ETA acusados de asociación en banda armada, sin obviar la incomunicación, pérdida de derechos de visita al reo y la vista gorda de organismos de derechos humanos a las denuncias de torturas realizadas en el País Vasco.
Llama la atención la forma con que se juzgan las aberraciones de un orden político que se define como liberal y democrático. Sus acólitos entienden que las torturas, malos tratos o deficiencias en la administración de justicia son hechos aislados de difícil control. Considerados una tara, las autoridades se comprometen con la aplicación de castigos ejemplares cuando sale a la luz algún caso. La expulsión con deshonor de las fuerzas armadas o la inhabilitación de funcionarios públicos es una especie de catarsis donde lavar la afrenta. Nada hace pensar que la aplicación de castigos inhumanos y vejaciones sea un lugar común en las sociedades contemporáneas. Así, en las más desarrolladas se apela a la división de poderes como fórmula para frenar las arbitrariedades y garantizar los derechos civiles de la población.
Sin embargo, el panóptico de la libertad es menos complaciente con una versión idealizada de la protección y defensa de los derechos humanos sociales, políticos, culturales, económicos, étnicos y de género en las sociedades donde prima la economía de mercado. En una sociedad que busca desesperadamente el beneficio económico, la libertad de unos se construye sobre la dependencia y la explotación de otros. La falta de democracia hace posible la libertad de elegir de unos pocos. "La libertad aparece como un factor en el mecanismo de producción y reproducción del orden social; como tal, está ubicada estratégicamente en los nudos cruciales que mantienen unida la red. Permanece como un recurso juiciosamente asignado entre dos extremos: la relación social y la heteronomía. La libertad se genera aquí por tal relación, siendo al mismo tiempo la condición principal para su perpetuación. La libertad es privilegio y poder." En otros términos, quienes gobiernan son libres, quienes son libres gobiernan. Quienes son gobernados no son libres, son gobernados, y su función es obedecer.
El significado social de la cárcel y su régimen interno son el prototipo de una sociedad bien ordenada, a decir de Rawls. Penitencia y penitenciaría se unen para expiar culpas. Sus construcciones son ejemplo de disciplina y alta seguridad, de la cual se vanaglorian gobernantes y carceleros. Por otro lado, el lenguaje simbólico de los centros de tortura adaptados por las tiranías latinoamericanas para hacer desaparecer a sus prisioneros es el lado oscuro del orden social. Torturadas hasta la saciedad, algunas víctimas fueron puestas en libertad para producir el efecto disuasorio en su entorno. Esta estrategia no es un desliz del poder ni una acción de locos. Resulta preocupante que la declaración contra la tortura exonere de responsabilidad a las autoridades políticas, judiciales y carcelarias cuando el deterioro físico o mental del prisionero se ajusta a derecho, pudiéndose degradar la condición humana hasta límites insospechados y no ser tipificado como tortura.
La visión del trato a los prisioneros en Guantánamo, Irak, Israel y en medio mundo debe hacernos meditar. En Estados Unidos los presos llevan cadenas y sufren vejaciones cuyo objetivo consiste en doblegar la voluntad. Sus maltrechas vidas son expuestas para mostrar el beneficio que reporta a la población el respeto a las leyes ancladas en una economía libre de mercado. Transgredir el orden se ha transformado en una patente de corso para poder humillar al infractor por parte de los guardianes del Estado y su razón.
Las cloacas por donde fluyen las heces del poder han sobrepasado sus niveles de absorción. En la actualidad el drenaje no es suficiente y el hedor muestra la incongruencia entre libertad y derechos humanos. El espejo de democracia liberal no es el mercado, son sus mazmorras, y lo que en ellas habita no es precisamente el respeto a la dignidad de la persona, la democracia representativa, ni menos aún la libertad de elegir.