El centro y la izquierda
hay una historia casi predecible del liberalismo mexicano, escrita y rescrita a lo largo del siglo XX, que atribuye sus orígenes a un grupo de aguerridos ilustrados independentistas, los cuales acogen las ideas en boga que circulan en Europa y Estados Unidos, y que implantan una cultura política que se consolida como un polo nuevo y opuesto al partido conservador y el mundo de la religión.
El catolicismo aparece aquí como un compendio del oscurantismo y el dogmatismo, la Iglesia como una institución retrógrada y los liberales como redentores de tanta grisura. El origen de esta Aufbildunsroman, de esta suerte de novela romántica de la patria, se remonta a las obras de Riva Palacio, Justo Sierra y los historiadores (excepcionales, por cierto) del Porfiriato, y continúa más tarde en una tradición que consolidan, desde muy diversas ópticas ideológicas e historiográficas, Teja Zabre, Daniel Cosío Villegas, Charles Hale y tantos otros historiadores.
El éxito de esta visión del pasado nacional fue -y sigue siendo- indiscutible, ligado probablemente a la hegemonía intelectual que ejerció la propia tradición liberal en la escritura de la historia nacional. Indiscutibles son también los dilemas que los mismos autores de esta novela política enfrentaron al tratar de descifrar qué había sido y qué era el liberalismo propiamente mexicano. Un liberalismo, como ya apuntaba el propio Sierra, "que tiene poco en común con las corrientes clásicas del liberalismo en el mundo".
Una de las particularidades de esta excepción mexicana fue la presencia en su seno de ideologías y prácticas que tenían, en efecto, "poco (o a veces nada) en común" con la tradición liberal y que en ciertos momentos llegaron a predominar en sus filas. En rigor, el edificio que erigen Juárez y Díaz es una compleja amalgama de conservadores, caciques, hacendados, agraristas, populistas, de mentalidades y prácticas inclusive contradictorias, a los que sólo unifica la lealtad a la institución presidencial. Reyes Heroles intentó introducir un correctivo a la definición de liberalismo para adecuarlo a esta complejidad: liberalismo social. Historiadores más contemporáneos han intentado operaciones similares para administrar conceptualmente esa perplejidad.
Hay en el siglo XIX mexicano una tradición política, nacional y local, que se desarrolla en una forma más similar al edificio que erigieron los reformadores de 1857 que la propia visión de la sociedad en la que se inspiraron. Es el mundo religioso en el que crecieron y se formaron los propios liberales. El mundo de la tradición católica. En su texto sobre el catolicismo político, Carl Schmitt llega a la conclusión de que las relaciones entre la Iglesia y la política en el mundo moderno están mediadas por un principio al cual no se le ha prestado suficiente atención: la complexio oppositorum, la complejidad de lo opuesto, que sirvió al catolicismo para crear una cultura política que podía incluir simultáneamente defensores y detractores de la monarquía, liberales y antiliberales, conservadores y socialistas, cuyo único principio de identidad era la lealtad a la institución y sus normas. Por más increíble que suene, el principio ha funcionado con bastante eficacia desde el siglo XIX, permitiendo a la Iglesia adaptarse a las más diversas ideologías y filosofías políticas.
Tal vez el liberalismo mexicano heredó mucho más de la cultura donde nació -la cultura religiosa- de lo que han imaginado sus historiadores. La complexio oppositorum explica con mayor profundidad la forma en cómo han funcionado las fuerzas que aspiran efectivamente a ser hegemónicas en la política nacional desde el siglo XIX que los intentos de cifrar la "singularidad" del liberalismo. Esa fue la característica central de los complejos equilibrios que sostuvieron a Díaz en el poder. Y ese fue el distintivo más peculiar del partido único que creó la Revolución Mexicana, afamado por su habilidad para incluir en su seno a las corrientes más diversas de la acción política. Un partido como el PRI, cuyo pasado se remonta al cardenismo y las corrientes sociales de la revolución, y cuyo presente ha sido definido por la antítesis más exacta del cardenismo, el salinismo, encierra un principio de funcionamiento que tal vez no hemos entendido o querido entender del todo. Habría tal vez que preguntarse si en la política mexicana no hay acaso un dominio tal de este principio que obliga a adoptarlo a cualquier fuerza que quiera efectivamente dirigirla, es decir, que aspira a ocupar su centro y su centralidad.
Norbert Lechner gustaba decir que en un sistema democrático un partido de oposición que se define como una fuerza de centro puede rayar en el ridículo, y que un partido de gobierno que no se desempeñe como un efectivo centro es eminentemente peligroso. Las visibles dificultades para definir a los tres partidos que han dominado la política desde los años 90 (PRI, PAN y PRD) reside precisamente en que, como sus padres y abuelos, han recurrido una vez más a la "complejidad en lo opuesto" para marcar sus propias franjas políticas. El PAN lo ha intentado sin éxito para definirse como fuerza de centro-derecha, al que el foxismo paralizó frente al reclamo que hace la sociedad a cualquier partido que ocupe la Presidencia de abrir sus esclusas.
El PRD tiene su origen en una amalgama que terminó siendo de centro-izquierda, pero que padece una contradicción interior que hasta la fecha lo ha alejado de la mayoría de los votantes: nace bajo el espíritu del cardenismo, pero convierte el nacionalismo revolucionario radical no en una parte respetable de su pasado, sino en su discurso central, una suerte de entelequia identitaria. Tal vez el conflicto entre Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador sea de mayor profundidad de lo que se puede entrever hasta ahora. Tal vez el PRD se halle efectivamente en el camino de desembarzarse de lo que hasta la fecha le impidió acercarse a las votaciones mayoritarias.
El PRI ha acabado por apostar a la inercia de sus feudos de poder. Es una inercia poderosa, que lo puede inclusive acercar a la Presidencia. Pero sería terrible ver a un país entero "dirigido" por una inercia de la que ya nadie está convencido, más que la propia burocracia priísta.