Cambios en la continuidad
Uno de los desafíos regionales más grandes que enfrenta el nuevo rey de Arabia Saudita, Abdallah, es sin duda alguna las negociaciones de paz entre árabes, palestinos e israelíes. Los sauditas tenían grandes expectativas en George W. Bush cuando éste llegó a la Casa Blanca. Se esperaba que el hijo del ex presidente estadunidense más popular en Arabia Saudita, que había protegido al reino durante la guerra de 1990-1991, se esforzaría en alcanzar una resolución justa del conflicto palestino-israelí. Casi al finalizar el primer año de gobierno del presidente Bush esas expectativas se habían esfumado. Luego de varios meses de tensión bilateral, el ahora rey y en ese entonces príncipe heredero ordenó al príncipe Bandar Ben Sultan (hasta hace poco embajador en Washington y gran amigo personal de Bush hijo) transmitir un duro mensaje al aliado incómodo. Para Abdallah, había llegado el momento de "arreglar (nuestras) vidas en Medio Oriente" de manera autónoma, sin la mediación estadunidense. Ese margen de maniobra llegó a su fin el martes 11 de septiembre de 2001, y con los atentados en Estados Unidos los sueños de ver algún día concretada la iniciativa de paz se evaporaron en cuestión de minutos.
Otro reto que tomó mayores proporciones desde la invasión de Irak concierne al avance de la comunidad chiíta en la región. Lo que en los medios occidentales y algunos árabes se empezó a conocer como "creciente chiíta" fue mencionado por el rey de Jordania, quien en entrevista para el Washington Post el pasado diciembre expresó su temor ante la dominación progresiva de un creciente que une a esta comunidad desde Líbano hasta el Golfo Arábigo. La formación eventual de un bloque chiíta homogéneo y unido provoca escepticismo, pero las cifras adquieren inevitablemente dimensión inquietante para regímenes como el saudita, ante las reivindicaciones étnicas y religiosas que Estados Unidos ha propiciado en Irak. Según estadísticas relativamente fiables, se calcula que de los casi mil millones de musulmanes en el mundo, alrededor de 11 por ciento son chiítas (Irán posee la comunidad más importante y homogénea. Los otros países donde el chiísmo es mayoritario son Irak, Bahrein y Líbano). Arabia Saudita posee una minoría chiíta importante (menos del 10 por ciento de la población total), concentrada en la provincia petrolera oriental de Al Ahsa. La oposición religiosa entre el Estado y la minoría (el wahabismo acusa a los chiítas de politeísmo) se mezcla con fracturas de orden sociopolítico. Esta relación conflictiva continúa, no obstante las políticas de opresión del reino.
En su órbita de influencia regional, Riyad encuentra gran competencia. Las familias reinantes en el golfo intentan poco a poco soltarse del yugo de su grande vecino. La rivalidad se observa no sólo en el ámbito económico sino también en el mediático, como lo demuestra la estrategia de Qatar con la cadena Al Jazeera, fundada a mediados de los años 90, que rompió con éxito el monopolio que los sauditas ejercieron después de la guerra de 1991 sobre casi todos los periódicos, revistas y cadenas televisivas susceptibles de formar a la opinión pública árabe.
En el ámbito interno, Riyad ha impulsado algunas reformas cosméticas. Ya desde 1992 se creó el Consejo Consultivo (Majlis al Shura) que cooptó a los notables. La mayor parte educados en Occidente, los notables desempeñan el papel de intermediarios sociales y políticos; sin embargo, no son independientes ya que no fueron elegidos por la población. Otra reforma incluye la creación de un nuevo canal satelitar, Al Jabariya, cadena oficial en la que por primera vez participan mujeres. También se debate sobre el interés de sustituir el sentimiento religioso con el patriota, con el fin de relativizar el dogma wahabita como elemento de cohesión social.
Abdallah parece gozar del respeto de la población. Ante los altos niveles de pobreza y desempleo, el nuevo monarca creó el Fondo para el Combate a la Pobreza, y se espera que bajo su reino se mantenga la política de saudización de los empleos que inició su medio hermano Fahd. No obstante su buena imagen, varios observadores coinciden en señalar que la legitimidad política de Abdallah es frágil. Primero, por el hecho de no pertenecer a los Sudairi; a diferencia del rey difunto, Fahd, y del nuevo príncipe heredero, Sultan, Abdallah no forma parte de la tribu de los Sudairi a la que pertenecen los siete hijos de Hassa al Sudairi, esposa preferida del fundador del reino, Ben Saoud. Los hijos de Hassa y Ben Saoud están a la cabeza de varios ministerios, entre ellos los de Defensa, del Interior y de Asuntos Exteriores, así como del gobierno de la capital, Riyad. Segundo, debido al aumento de las presiones en favor de la reforma económica y la ampliación de la esfera de participación política, en Occidente se espera que, en la medida en que las reformas para democratizar el sistema político avancen con mayor solidez y constancia en Arabia Saudita, la amenaza del fundamentalismo islámico del tipo Al Qaeda perderá progresivamente terreno (aunque queda claro que los adeptos de este tipo de grupos radicales no desaparecen del todo, porque la suya es una membresía transnacional reclutada cada vez más en Occidente, como ilustran los últimos atentados en Londres).
A diferencia de Irán, país regido por un sistema policéntrico estructurado y jerarquizado, en Arabia Saudita el monopolio de los Saoud del sistema político, aunado a los problemas de salud y la edad avanzada de varios miembros de la oligarquía (que nunca se jubilan), así como el equilibrio frágil entre grupos de príncipes, son factores de peso que contribuyen a explicar la lentitud extrema del programa de reformas. Con la sucesión monárquica surgen dudas sobre la aptitud del reino para continuar sorteando con éxito la combinación de la crisis interna, el grave deterioro de la situación regional, y la alianza con Estados Unidos en los términos actuales dictados por la regla de "ver, oír y callar".