Usted está aquí: sábado 13 de agosto de 2005 Cultura La mano de la buena fortuna

Goran Petrovic

La mano de la buena fortuna

Ampliar la imagen Goran Petrovic, escritor serbio nacido en Kraljevo, en 1961 FOTO Cortes�Editorial Sexto Piso Foto: Cortes�Editorial Sexto Piso

Era una frase en serbio. Como la siguiente también. Compuesta manualmente. Impresa en letras cirílicas. Entre los renglones se dejaba vislumbrar la impresión del reverso de la página. Originalmente de un blanco perfecto, el papel presentaba manchas amarillas del tiempo que se cuela por todas partes...

Esperando que el joven examinara la página introductoria del libro, el hombre misterioso aparentaba entretenerse con la inspección de la oficina, un cuartucho al fondo del embudo del pasillo que no se había vuelto a pintar desde hacía tiempo. La estrecha habitación de uso general contenía sólo un archivero de persiana en desuso con una chapa varias veces forzada, un perchero con base, dos sillas destartaladas, un escritorio y una maceta con una desamparada planta de nochebuena. El pequeño y deslucido escritorio de bordes desgastados, apenas suficiente para los seis tomos del Diccionario de la lengua serbia, una edición de Ortografía de la posguerra y un montón de textos periodísticos recién impresos esa semana.

La luz en el cuartucho era débil; los hombros cacarizos del edificio gubernamental vecino tapaban la vista desde la ventana, por lo que había que esperar el mediodía para recibir una tajada rojiza del sol que allí jamás pasaba de un cuarto de hora, siempre y cuando no estuviera nublado como ese día de finales de noviembre. Tal vez por eso el joven estaba encorvado, con el rostro casi metido entre las tapas del libro. Después de leer la primera página, dio vuelta a la hoja con cuidado, pero pasó por encima de los demás renglones para cerrar el libro y empezar a inspeccionar la encuadernación hecha de safián* rojo frío, desde luego demasiado elegante para los tiempos actuales.

-¿Entonces? -dijo el hombre, sin que un solo rasgo de su rostro se moviera como para merecerse una descripción.

-¡¿Entonces?! -El joven andaba con rodeos a pesar de que intuía lo que se esperaba de él, tratando de ganarse otro instante para reflexionar.

-Entonces, decídase, ¿quiere aceptarlo? -El hombre frunció el ceño ligeramente.

-No estoy seguro... -comenzó Adam Lozanic, estudiante de la Facultad de Filología, pasante del Departamento de Lengua y Literatura Serbias, corrector por honorarios de la revista de turismo y naturaleza, Nuestras Bellezas-. No estoy seguro de qué debo decir, esto ya es un libro, no un manuscrito.

-Claro que no. Lo importante es que usted cumpla con las condiciones. Lo cual significa que no va a dejar ninguna anotación u otra huella escrita aparte del objeto de su trabajo. La discreción se sobreentiende. Si considera que la remuneración es insuficiente, estoy dispuesto a ofrecerle... -El hombre se inclinó hacia él con un tono confidencial.

Adam ya se había quedado pasmado con el primer monto que le fue comunicado. De la suma, ahora duplicada, podría vivir cómodamente cinco o seis meses sin preocuparse por la renta, terminar tranquilamente su tesis de licenciatura y, por fin, acabar sus estudios. Con el trabajo por honorarios en la revista Nuestras Bellezas, alcanzaba justo para cubrir el fondo de la pobreza.

-Es generoso. Pero mi trabajo tiene sentido, cómo decirlo, sólo si se aplica a los manuscritos. El libro es algo ya impreso, definitivo, y ahí la corrección o la lectura no pueden cambiar gran cosa. Además, no sé qué diría de todo esto el autor, el susodicho... -vacilaba el joven abriendo de nuevo las tapas de safián; en la portada interior destacaba el título MI LEGADO, en letras grandes, y más abajo: ''Escrito y publicado por cuenta del señor Anastas S. Branica, literato".

-Creo que no tendrá nada en contra; no está entre nosotros desde hace unos buenos cincuenta años -dijo el hombre con una sonrisa forzada-. Insisto, no tiene parientes. Pero, aun si los tuviera, este ejemplar es propiedad privada y considero que tengo derecho a hacer algunas correcciones. Si quisiera, yo podría subrayar los renglones, llenar los márgenes, incluso arrancar las hojas que no me gustan. No obstante, quisiera que usted hiciera algunos cambios pequeños, según mis instrucciones y las indicaciones de mi esposa. Su editor dice que usted es muy cuidadoso. Yo soy casi de la misma profesión, y supongo que esa es la mejor recomendación para la gente de nuestro oficio...

(...)

Nuestras Bellezas salía quincenalmente. Adam Lozanic tenía la obligación de ir a la redacción los lunes y revisar los artículos enviados por los corresponsales permanentes de todas las partes existentes e inexistentes del país. El encargo que esperaba llegó a buena hora, tendría toda una semana disponible para el trabajo mejor pagado en toda su carrera de lector y corrector. Tal vez por eso mismo, el joven no dejó de corregir deliberadamente la parte introductoria del número especial en la que se enumeraban, con demasiado entusiasmo, las riquezas patrias de caza. Tachó en el texto al problemático reno y al lado anotó: ''Incorrecto. Según es sabido, en nuestras tierras no se encuentra esta especie de animal polar''.

Al terminar el último artículo, alrededor de las tres, algo sobre el auge de turismo que generan los congresos, el joven vistió su chamarra verde olivo y empacó sus libros en un bolso deportivo. La redacción no contaba con ningún diccionario ni libro de ortografía, los estándares imprescindibles para un corrector. Cuidadoso respecto de la más mínima desviación, Adam se veía obligado a cargar constantemente todos esos kilos, porque el cuartucho de uso general lo ocupaban, por la tarde, las mujeres de intendencia y por la noche allí dormitaba el vigilante.

Ese día de noviembre, el cielo se coagulaba en un color tinta de calamar amenazando con empezar a gotear. Caminando hasta el minúsculo estudio que rentaba en la calle Milovan Milovanovic, abajo de la empinada calle Balkanska, y recordando de nuevo al hombre misterioso, el joven cambió de opinión y entrando a empujones en un autobús atestado en la Plaza de Terazije, se dirigió hacia la Biblioteca Nacional. Tenía la intención de averiguar quién era ese señor Anastas S. Branica, autor de un libro tan valioso como para que su dueño lo encuadernara en el lujoso safián. Allí trabajaba Stevan Kusmuk, un joven aplicado que se graduó a tiempo y por no estar acostumbrado al ocio, aceptó el trabajo de voluntario en la gran sala de lectura. Afortunadamente, los usuarios eran pocos y su amigo le ayudó durante casi dos horas de búsqueda en catálogos, bibliografías y lexicones de escritores. No había tal Branica.

-¿Estás seguro de que se apellida así? Es extraño, si alguna vez hubiera publicado algo, debería de estar registrado aquí... -fruncía el ceño Kusmuk más tarde en la cafetería de la Biblioteca. No soportaba ni la más mínima duda; era famoso en la Facultad por las innumerables notas que acompañaban sus trabajos de seminario, a menudo más extensas que el propio texto.

-Sí, es decir, probablemente, tendré que verificar... -contestó Adam, sin querer revelar el motivo de su interés; estaba a punto de salir cuando notó a una jovencita bien parecida con un sombrero acampanado que bajaba de la sala de lectura a esa misma cafetería, seguramente para refrescarse como los demás con un café o un té.

-Dime, ¿qué libros se llevó ella? -preguntó siguiéndola con la mirada sin dudar de que Stevan pudiera saber algo así, a condición de que hubiera sido él a quien la muchacha hubiera entregado su ficha con el título a traer del depósito.

-Diccionario enciclopédico inglés-serbocroata de Svetomir Ristic, Zivojin Simic y Vladeta Popovic, tomo primero, de la A a la M, edición fototípica de Prosveta, Belgrado, 1974 -respondió prestamente el amigo; en verdad tenía una memoria brillante.

Por un instante, Adam Lozanic dudó si debía esperarla. Es decir, si él también debía entrar en la sala de lectura, pedir el mismo volumen y aguardar allí su regreso. Sintió la esperanza de que éste pudiera ser uno de esos días en los que lograba adentrarse en el texto a tal grado que cobraba conciencia de otros lectores. Así, a finales del séptimo semestre, tuvo un romance prometedor con una compañera, la más bonita del grupo de Literatura Universal, pero cuando trató de acercársele de verdad en el atrio de la Facultad, ella simplemente le dio la espalda.

-¿Le gustan los paseos junto al río? -no se dio por vencido, queriendo hacerle recordar su lectura simultánea, de una novela realista, en la orilla descrita con lujo de detalles; justo el día anterior había pasado allí toda la tarde.

-Me gustan, si tú pasas a nado al otro lado -bromeó ella delante de los demás.

Esa semana no volvió a pisar el aula, le parecía que la burla sonora de la chica seguía resonando en el edificio de la Plaza del Estudiante.

Entonces, de qué le serviría acercarse también a esta joven hermosa con el sombrero acampanado, si ella no lo reconociese en la vida real. La lectura simultánea, se preocupaba Adam, se estaba convirtiendo en una obsesión que podría llevarlo demasiado lejos.

-Kusmuk, cuando un libro llega a apasionarte particularmente, ¿tienes la sensación de no estar solo, de que además de ti hay otros semejantes, entusiastas, que por casualidad, por la ley de probabilidad, lo inician al mismo tiempo, en otra parte de la ciudad, en otra ciudad, tal vez, en otra parte del mundo? -se le salió, y enseguida se arrepintió.

(...)

Pero Adam Lozanic ya no lo escuchaba. Observaba a la joven con el sombrero acampanado. La observaba beber el té y encontraba una armonía extraordinaria en esos movimientos tan usuales. La observaba levantarse y pasar junto a él dejando un aroma cariñoso. Sólo el enorme trabajo que lo esperaba al día siguiente impidió al joven levantarse tras ese aroma y pedir en la sala de lectura el mismo diccionario para leer -simultáneamente- los mismos conceptos. Por eso, al salir del edificio de la Biblioteca Nacional se llevó en el pecho una sensación de pena. Los colores otoñales del Parque de Karadjordje estaban más oscuros. Perritos con correa tiraban de sus dueños por los senderos y alrededor del monumento al Caudillo. Las cruces doradas del Templo de San Sava que llevaba décadas inconcluso, velaban en el crepúsculo tendido sobre los tejados de Vracar. Y entonces, empezó a lloviznar.

* Safián: palabra derivada del nombre de la ciudad marroquí Safi, donde se produce el marroquín de la mejor calidad (N. de la T.)

 
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