MUSICA
Aquellos orígenes de la Nueva Trova Cubana
Ampliar la imagen Noel Nicola durante una sesi�usical, hace algunos a�FOTO Archivo Foto: Archivo
PERRO MALDITO, PERRO cobarde, perro de rico, chinga tu madre. Cuernavaca, México, 1980. La joven cantante Sara González, la voz femenina más representativa de la Nueva Trova Cubana, camina por una calle sombreada de tabachines ante el fastuoso jardín de una mansión, con alberca naturalmente, acosada por los ladridos de un feroz boxer... que la persigue tras los barrotes interminables de una reja. El animal representa todo aquello que la hermosa muchacha de ojos claros, educada en los valores morales de Fidel y del Che, detesta con toda su alma caribeña. Por eso, con una ramita, va golpeando la reja y enfureciendo más y más a la fiera.
SARA GONZALEZ VA feliz, gozando la travesura. Sin embargo, cantante y perro llegan al final de la reja donde ésta adquiere la movilidad de una puerta, es decir, una puerta de barrotes que viene y que va, y que en esos momentos, oh sorpresa, no está cerrada sino al contrario. El boxer que parece dispuesto a devorarla también se da cuenta: puede salir y comérsela. Pero no se atreve.
COMO EN EL episodio de don Quijote frente a la jaula del león, que no aceptó su desafío, Sara González -perrito lindo, perrito guapo- se aleja de puntitas, luego corre y se salva de milagro. Contada mil veces en los 25 años recientes, la anécdota es de Maru Enríquez, ex vocalista de La Nopalera, y recupera desde otro ángulo aquellos tiempos cuando Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y Noel Nicola y Virulo visitaban la ciudad de México para los festivales del periódico Oposición.
DESPEGAR DEL AEROPUERTO José Martí de Rancho Boyeros, a las afueras de La Habana, y cruzar el golfo para aterrizar en el aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, era para aquellos talentosos músicos debutantes un premio que sólo podía concederles la revolución si cumplían las metas que ésta les fijaba. En una carta a la feminista estadunidense Liz Mayer, "el Rodríguez" -como por su parte lo llamaba el cantautor Jaime López, quien se había rebautizado a sí mismo como "Jaime Sopes" o, simplemente, "el Sopes"- explicó un poco cuáles eran las reglas del juego. La cita no es textual pero puede ser confirmada o rebatida (lo que daría origen a una polémica o, en su defecto, a un linchamiento).
A LA HORA de grabar los antiguos discos de vinilo, que giraban a 33 revoluciones por minuto y, como los hipócritas, tenían dos caras, lado A y lado B, y alcanzaban a contener hasta seis canciones por cara, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica) les pedía a sus autores que por cada cuatro canciones "de amor" incluyeran otras dos de "contenido social". El propio Rodríguez se referiría a esta dicotomía, en una pieza que escribió para burlarse de los músicos idiotas. "Pero te quiero, mi amor/ No me dejes solo/ No puedo estar sin ti/ Mira que yo lloro", fraseaba melosamente para contrapuntear con dramáticos acordes la siguiente estrofa combativa, que era a su vez la crónica del movimiento musical en que estaba inmerso: "Así empecé a cantar otros asuntos/ cosas vivas ligadas a este mundo/ fusil contra fusil/ la canción de la trova/ y la era pariendo se puso de moda...". Milanés, por su parte, lanzaría su advertencia al "pobre del cantor de nuestros días..."
Una guarida con organito
EL ICAIC ERA, ni más ni menos, el refugio donde los dos pioneros del nuevo canto latinoamericano en la isla -Silvio y Pablo, que adquirieron su primera fama en cafés juveniles, tocando y cantando los temas de fervor patrio que por entonces componían-, lograron dejar de ser unos viles guitarreros trashumantes para contar con un estudio de grabación y algunos instrumentos electrónicos, entre ellos un órgano melódico, al estilo de Ligth my fire, del que podría escribirse, lo ha dicho Maru Enríquez, un tomo completo.
PARA LOS ORTODOXOS de la vieja trova cubana, la música clásica de las Antillas, esos grandes maestros que habían dictado la cátedra del mejor bolero del mundo en La Habana, Puerto Rico, Santo Domingo, Mérida y Veracruz, las baladas que hacían aquellos muchachos -que por lo demás corrían el peligro de ser acusados de "contrarrevolucionarios" porque les gustaban los Beatles y los "efectos especiales", en señal, quizá, de que a la mejor también consumían drogas sicodélicas- eran simple y sencillamente un sacrilegio. Por eso trabajan arrimados a una escuela de cine y no a un conservatorio.
EN ESAS CLANDESTINAS circunstancias surgió el Grupo de Experimentación Sonora, al que se agregarían el recién finado Noel Nicola, Sergio Vitier, Emiliano Salvador, Pablo Menéndez, Norberto Carrillo, Leoginaldo Pimentel y desde luego Sara González, y allí nació la leyenda. Los discos de Silvio y de Pablo iban a convertirse en producto masivo de exportación y en importante fuente de divisas internacionales, por no hablar de su impronta en la formación sentimental de varias generaciones latinoamericanas.
HOMBRE SENCILLO, DESPRENDIDO, solidario y generoso, Silvio Rodríguez sufrió una vez un contratiempo que lo deprimió varias semanas. En alguna gira por el mundo -tampoco es que viajara a todas partes, más allá de México, la Unión Soviética, algún país socialista europeo, o alguna colonia africana en proceso de liberación nacional-, acababa de comprarse un pantalón de mezclilla, de marca o modelo "unicornio", y alguien al parecer se lo robó, o él mismo tuvo que dejarlo en casa de una muchacha para escapar de un marido celoso, o... Misterio. Nunca lo pudo recuperar. Y era tal su pena que, en el estudio de su casa, con la botella de ron por un lado y la guitarra por el otro, compuso uno de sus éxitos más aclamados: "Mi unicornio azul/ ayer se me perdió...". ¿Por qué acordarse ahora de estas cosas? Imágenes, estampas, rostros que volvió a sacar a flote la temprana muerte de Noel Nicola.