Respeto a legalidad y militancia
El sistema político que rigió a México en la etapa posrevolucionaria ya no es el mismo. El organigrama y el flujo de la toma de decisiones han cambiado drásticamente El presidencialismo metaconstitucional cesó a fuerza de reformas legales y de cambios en la geometría de poderes fácticos. El fortalecimiento del Poder Legislativo y la reforma del Poder Judicial acotaron la línea de Los Pinos. La pirámide del poder, con cimientos en el México prehispánico de los tlatoanis y en el territorio colonial de los virreyes, se fue fragmentando durante las dos últimas décadas del siglo XX, aunque no ha desaparecido.
Tampoco hay ahora, con sus bemoles, gobiernos estatales subordinados al gobierno federal y municipios con autonomía nominal y dependencia real. La Conago marcó el parteaguas de una nueva distribución del poder y un reacomodo en los ámbitos de competencia. Si algo avanzó la inconclusa, por no decir frustrada, reforma del Estado, es en la configuración de un nuevo federalismo, con más peso en la provincia. Por supuesto, con mucho trecho por caminar.
Persisten inercias centralistas que quisieran perpetuar inequidades entre el gobierno federal y las entidades, y asimetrías entre estas mismas, al igual que tratos de minoría de edad a poderes municipales. Pero la tendencia a la descentralización del poder y el federalismo pleno ya es irreversible.
También desapareció el sistema de partido virtualmente único, omnipresente. Ya no hay partido oficial, apéndice del Estado. El voto de la alternancia de julio de 2000 sólo consumó un largo proceso de cambios no en la biografía de una organización en particular, sino en la vida política de un país. La competencia política hoy está en los códigos legales y en las contiendas electorales. El voto cautivo y las victorias prefiguradas de un partido son parte de la historia nacional.
Se terminaron los tiempos cuando ser candidato de un partido, con el aval del aparato de Estado, equivalía a ser ya gobernante o legislador, en espera del refrendo formal de las urnas. Tiempos de corporativismo, compadrazgo y ejercicio vertical del poder, en cascada desde el vértice del poder central, federal.
La victoria hay que conquistarla ahora en el campo abierto de la política, no en los arreglos privados de los grupos. Y ese criterio vale para todos los partidos. El imperio de las cofradías y las nomenclaturas se ha derrumbado. Ya no basta el visto bueno del jefe en turno ni los acuerdos soterrados de algunos para emerger triunfante de una justa electoral. El voto de la militancia primero, y junto a él el voto de la ciudadanía no son convidados de piedra, son piezas fundamentales.
Por eso hoy vemos una intensa competencia política, dentro y fuera de los partidos. Saben los aspirantes que a final de cuentas las bases de sus respectivas organizaciones y la sociedad abierta tendrán la palabra y la definición respectiva. Si se pasa por alto la primera etapa en cualquier partido, la de la democracia interna, el costo será enorme. Se equivocan quienes piensan que el recurso del dinero será suficiente para ganar contiendas partidistas y procesos constitucionales. Más importante que la capacidad de difusión de imágenes, aun en estos tiempos de mercadotecnia y videocracia, será el debate de las ideas y el ejercicio de la democracia horizontal, el mandato de las bases.
En el caso particular del PRI el debate incluye, además de la definición democrática de la candidatura presidencial, el método para la renovación de su dirigencia nacional. Aquí no caben visiones unilaterales y excluyentes. Hay que escuchar a todos, en especial a quienes por legalidad interna tienen la palabra y el voto: los consejeros políticos nacionales.
Los estatutos, en su artículo 164, no dejan lugar a dudas: la secretaria general tiene derecho a ejercer el beneficio de la prelación. Pero también señalan los estatutos que en un lapso que no puede exceder los 60 días, es decir, entre el primero y ese plazo, se debe convocar a la elección de una dirigencia interina.
Son los consejeros nacionales, no unas cuantas voces, quienes tienen que determinar el tiempo de permanencia de quienes, en efecto, tienen el derecho de prelación. No es el dedazo unipersonal de nadie, tampoco el dedazo colegiado de seis personas, sino los que convergen en ese órgano estatutario, quienes deben tomar una decisión tan importante para el PRI y para el futuro de México.
Legalidad y realismo político no riñen. No se puede ir contra el mandato de los estatutos, tampoco contra la decisión de quienes integran al segundo órgano más importante de ese partido. Hay que ganarse el apoyo de la militancia horizontal y el voto de los cuadros de la estructura territorial y sectorial que acuden como consejeros a marcar las pautas de una organización que aspira y puede recuperar la conducción del Poder Ejecutivo, pero que también puede, si se equivoca, quedarse en el camino.
No es poco lo que está en juego. Se encuentra el punto de equilibrio entre el respeto a la legalidad estatutaria y el mandato de la militancia, consensuado en el Consejo Político Nacional, o el PRI no arribará a buen puerto. No sólo perderá la Presidencia de la República, sino pavimentará su camino al ocaso.