J. Robert Oppenheimer: el padre de la bomba atómica
Ampliar la imagen Oppenheimer, durante los momentos cruciales anteriores al lanzamiento del artefacto at�o contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki
Oppenheimer nació el 22 de abril de 1904 en Nueva York; su padre, Julius Oppenheimer, emigrante judío-alemán, hizo fortuna en el negocio de los textiles. La familia vivía en un apartamento de la elegante zona del Riverside Drive. Los Oppenheimer abandonaron muy pronto el judaísmo ortodoxo y, sin dificultad, se integraron al mundo de las clases acaudaladas de Estados Unidos. Su madre no sólo era bella y fascinante, sino además una pintora talentosa que había estudiado en París y conocía muy bien los círculos artísticos europeos. Ella llevaba la mano izquierda, deforme y contrahecha, cubierta siempre por un guante de seda blanco, cuenta Priscilla Johnson en su biografía (La ruina de J. Robert Oppenheimer, Oxford, 2005 ). Un amigo de la familia la describía como "una mujer tierna, reservada en sus sentimientos, muchas veces arrogante (...) que siempre comunicaba una expresión de duelo". El padre, inteligente y trabajador, fue siempre bueno y generoso. En el hogar de los Oppenheimer, al decir de sus biógrafos, se respiraba siempre una atmósfera de tristeza, una melancolía indefinible.
Oppenheimer fue un joven privilegiado. Pasaba largas temporadas en su casa de Long Island, le gustaba el mar y las conversaciones con su madre, los veleros, las regatas y las noches en la playa leyendo libros de mineralogía y poemas de T. S. Eliot. En marzo de 1922 se inscribió en la en la Facultad de Química de la Universidad de Harvard; sus calificaciones fueron siempre las más altas; los informes de sus tutores, extraordinarios. Era no sólo el alumno más brillante de su generación en química y física, sino también en filosofía oriental, griego, latín y sánscrito; conocedor muy serio de las literaturas clásicas, lector de Hesiodo, de Tucídides y Tito Livio. Se deleitaba con la historia de la arquitectura, y pensaba construir una casa a la medida de sus deseos. Algunas veces imitaba a su madre, tomaba el pincel y dibujaba; otras, escribía poemas vanguardistas y los publicaba en la revista de su facultad. Desde el principio de su adolescencia era un solitario con una notable energía; a las 7 de la mañana empezaba a trabajar en el laboratorio, escuchaba las cátedras y se sumergía, después, horas en la biblioteca. Mantuvo ese ritmo durante seis años, afirma David Cassidy en su biografía (J. Robert Oppenheimer y el siglo de Estados Unidos, New York, 2005) con férrea disciplina. En resumen, un académico ejemplar.
Al comenzar el tercer año de química, Oppenheimer se dio cuenta de que su verdadera vocación era la física. Percy Bridgman, profesor y tutor, lo guiaba con mano segura. Bridgman era un investigador muy inteligente, dotado de gran capacidad pedagógica; entre otras cosas fue el primero en fabricar diamantes artificiales; en 1961 recibió el Premio Nobel de Física por sus trabajos sobre física de alta presión. Oppenheimer se interesaba no sólo por el científico, sino también, y sobre todo, por su teoría de la ciencia. Bridgman pensaba que sólo conocemos el significado de un concepto cuando, y sólo cuando, podemos definir los procesos con los que aplicamos ese concepto en situaciones concretas. Esa visión epistemológica recordaba mucho a la filosofía del Wittgenstein tardío, el de las investigaciones filosóficas, y sobre todo al círculo de Viena: "el sentido de un enunciado es su verificación". Esta teoría del conocimiento coincidía de modo impecable con la teoría cuántica, que limitaba la validez de la física clásica. Las dos ambiciones intelectuales de Bridgman coincidían también con las de Oppenheimer, la científica y la cultural. "Bridgman era un profesor muchas veces milagroso, nunca se conformó con los resultados de la física, siempre buscó el horizonte más amplio de la cultura", escribió Oppenheimer, "como una respuesta contundente a todos los enigmas. Era un hombre que deseaba saber cada día más. Me reveló que los problemas filosóficos eternos encuentran, quizá, su respuesta en la ciencia de la física". En 1925 presentó su examen con los máximos honores y emigró a continuación a Inglaterra, porque estaba convencido que la ciencia que le interesaba se desarrollaba en Europa. Logró un puesto de trabajo en los laboratorios Cavendish de Cambrigde, cuyo director era el rudo y cordial Ernest Rutherford. Habían pasado ya 15 años desde que Rutherford conmocionó al mundo científico y al de la física nuclear cuando diseñó el primer modelo atómico. Según esa concepción, la masa de un átomo se concentra en un núcleo alrededor del cual gravitan electrones livianos. Mientras tanto Rutherford había formado un equipo de científicos que iba a revelar conocimientos extraordinarios en el campo de la radiactividad.
A los 22 años de edad, el joven Oppenheimer con todas sus calificaciones y honores de la Universidad de Harvard no impresionó a Ernest Rutherford; cinco meses después se integró al equipo J. J. Thompson, hombre de ciencia de 68 años de edad que había descubierto el electrón, el elemento atómico cargado de forma negativa. Oppenheimer tuvo en el laboratorio un destino funesto: debía preparar folios especiales que recibirían el impacto de los electrones. Se sintió humillado, su tarea no era sino una suerte de terapia ocupacional. Su falta de experiencia en la materia y su ineptitud práctica le suscitaron una de las crisis más profundas de su vida: "El trabajo en el laboratorio es una pesadilla. Me siento tan mal que me parece imposible aprender algo en ese lugar". Era un solitario que nunca había fracasado en su vida; todo le había salido bien, nada era un obstáculo infranqueable. Al llegar a este punto apareció una contradicción que hacía más difícil la comprensión de su vida: su arrogante inteligencia se enfrentaba a un mundo que desconocía, la derrota significaba su anulación como científico. La física nuclear fue un verdadero vértigo: es lenta, calculadora y taimada; nunca se propuso cambiar el destino de los hombres, sino conocer y revelar lo que llamamos "realidad". Por irracional que fuese esa concepción del mundo atómico, ¿cómo no ver que, gracias a ella, la física nuclear operaba prodigios? Una noche en los acantilados de Bretaña, después de un largo paseo a solas hablando en voz alta, mientras las olas del Atlántico golpeaban los arrecifes y el viento helado le pegaba en la cara, Oppenheimer sintió un deseo irrefrenable de tirarse al precipicio.
Al regresar a Cambrigde se dedicó a buscar un médico siquiatra que lo atendiera de sus males; se sometió a terapia durante un buen tiempo y luchó contra sus obsesiones y fantasmas. Después de unos meses, el siquiatra le diagnosticó una dementia praecox (demencia precoz) incurable. Diagnóstico tan vago como inaceptable, acaso hoy se le llamaría esquizofrenia. A principios de 1929, tenía a su lado a un extraño siquiatra convencido de que su paciente era esquizofrénico sin remedio, además un amor apasionado y tormentoso, algunos de los mejores científicos de su época; pero Rutherford, Thompson o Bridgman eran mayores. Oppenheimer conoció muy pronto a un científico de su propia generación, uno de los mayores físicos del siglo XX: Paul Dirac.
Dirac nació en 1902 en Inglaterra; su padre era suizo; su madre, inglesa. Habían emigrado a Londres en esos días; el padre tenía un buen trabajo y el hijo se inscribió en la universidad. Era tan solitario y obsesivo como Oppenheimer, se burlaba de la cultura enciclopédica de su amigo, no entendía cómo era posible que aprendiera italiano para leer a Dante. "¿Cómo puedes hacer las dos cosas? La física y la poesía. En la física intentamos explicar a la gente que deben entender algo que nunca antes han conocido. En la poesía es al contrario, los enigmas son su alimento. Con toda franqueza, no entiendo".
Dirac trabajaba en las primeras filas en la teoría cuántica, cuya transformación entre 1925 y 1926 cambió sin duda el sentido de la realidad. En el verano de 1926, Dirac logró formular una tercera teoría cuántica donde se correspondían la teoría de las matrices y la mecánica de las ondas, que refutaba tanto a Werner Heisenberg como a Erwin Schröndinger. Oppenheimer nunca tuvo la altura teórica de Dirac o de los físicos alemanes, su conocimiento y dominio de las matemáticas no le ayudaban demasiado, había perdido demasiado tiempo -así decía- con otras cosas y otros intereses. Pero su vocación indiscutible de físico le permitió entender los conceptos más complicados y, con el tiempo, convertirse en un importante teórico de la mecánica cuántica. Entendió que las preguntas que hoy se hacen los científicos se las hicieron siempre los primeros filósofos griegos; pero nunca sospechó que con esa nueva ciencia comenzaba a soplar el viento de su desgracia.