MAR DE HISTORIAS
La canción del grillo
En esta calle no quedan espacios vacíos. De un extremo a otro la atestan comercios, escuelas, talleres, oficinas, vecindades, edificios, casas habitadas por familias que hablan, gritan, cantan, murmuran, caminan y ponen a funcionar los aparatos domésticos: enemigos declarados del silencio.
Por arriba la cruzan constantemente los aviones, por abajo dos avenidas. Desde el amanecer circulan automóviles, microbuses, taxis, camiones, tráileres, pipas y motocicletas. Cada vehículo tiene un motor cascado, un claxon fanfarrón y una alarma musical. El desconcierto que producen neurotiza a los perros que desde patios, azoteas y balcones arrojan su catarata de ladridos.
En esta calle no cabe ya ni siquiera un compás de silencio, pero en cuanto se aproxima la noche el espacio se despeja y el estruendo se apaga tras la canción monótona y rasposa de un grillo. No sé en dónde se oculta durante el día, qué come, dónde bebe, cómo descansa, quién le ensaya su tonada nocturna que me hace recordar a Margarita.
La primera noche en que oí la canción del grillo me pareció verla llegar a esta calle. Fue un sábado por la tarde. Los adultos conversaban de un quicio a otro y los niños nos divertíamos jugando en pleno arroyo. Nos sorprendió la aparición de un Chevrolet azul muy anticuado. "¿Adónde irá?" Permanecimos quietos hasta que lo vimos estacionarse frente a la casa de las señoritas Parra -Josefina y Teresa-: dos hermanas solteronas que vivían de hacer corderos pascuales de cera para las iglesias.
Era obvio que ellas esperaban la llegada de los visitantes, porque de inmediato salieron a su encuentro.
-Pedro: ¿qué tal el viaje? ¿Cómo se siente Magos?
-Cansada -respondió el conductor del Chevrolet. Abrió la portezuela trasera y extendió los brazos para ofrecer apoyo a una niña. No pudimos ver sus facciones porque llevaba la cabeza envuelta en una chalina, pero notamos su extrema delgadez.
La escena renovó los rumores que siempre circulaban por nuestra calle. Gracias a Refugio, la sirvienta de Teresa y Josefina, el lunes supimos que la niña era huérfana de madre y padecía las secuelas de una enfermedad rara; don Pedro era un antiguo amigo de las Parra y había venido a la capital para someter a su hija a estudios médicos.
Los visitantes salían por la mañana, cuando yo estaba en la escuela, y regresaban antes de mi retorno. Los olvidé. Una tarde mi madre me recibió con la noticia de que, en nombre de nuestras vecinas, Refugio me pedía que fuera a jugar algunas tardes con Margarita. Me negué, pero mi madre supo convencerme: -Ponte en el lugar de esa niña. Piensa cómo te sentirías si estuvieras enferma, lejos de tu casa, sin amigos. Además, Margarita no estará aquí mucho tiempo: en cuanto terminen de hacerle los análisis ella y su padre volverán a Lagos.
Nunca había entrado en la casa de las señoritas Parra. Las pocas veces que dejaban su puerta abierta había visto una enredadera de plúmbago, macetas con helechos alineadas contra la pared y en el ángulo del patio junto a la última ventana, un naranjo y un limonero.
Refugio me abrió la puerta. Josefina y Teresa me esperaban en el corredor y agradecieron mi presencia. No supe qué responderles. Las seguía por una serie de cuartos encortinados de terciopelo rojo que me recordaron los altares en la parroquia de San Bernabé. Sólo la última puerta estaba cerrada. Josefina la entreabrió y asomó la cabeza:
-Magos: ya llegó tu visita-. Se volvió y me hizo señas para que la siguiera. El olor a medicinas y a talco acrecentó mi disgusto por tener que encerrarme allí en vez de estar jugando con mis amigos.
-Es la niña de que te hablamos -dijo Teresa. -Vive en la casa de enfrente.
Margarita me saludó de mala gana. Josefina se apresuró a justificar su descortesía: -Está cansada porque el viaje al hospital fue muy...
Margarita la interrumpió para dirigirse a mí: -¿Cómo te llamas?
Se lo dije. Tomó un libro con figuras para recortar y habló con una muñeca:
-¿Estás de acuerdo en llamarte Eréndira, como la niña que ha venido a jugar con nosotras?- Fingió escuchar la respuesta y me miró con expresión burlona: -Me contestó que tu nombre le parece muy feo y mejor te busque otro.
Miré a las señoritas Parra. Se veían tan incómodas como yo y enseguida se fueron a su taller. Refugio pretendió limar la aspereza ofreciéndose a prepararnos una limonada.
-Pero con bastante azúcar -precisó Margarita. En cuanto quedamos a solas me dijo: -A Nicandro le encanta lo dulce.
-¿Nicandro?
-Es mi mejor amigo. Vino hasta acá para acompañarme. No sé cómo habrá hecho el viaje desde Lagos.
Refugio volvió con la jarra y dos vasos. Margarita cambió de tema:
-En mi casa tengo muchas muñecas para recortar. Me encanta ponerles vestidos de noche-. Refugio adivinó que estorbaba. Hizo una mueca de disgusto y salió: -No quiero que esa vieja se entere de que Nicandro está aquí, porque es capaz de matarlo a escobazos.
Mi antipatía hacia Margarita se convirtió en temor. La campanilla del reloj dio las siete y aproveché para despedirme:
-Es tarde y no he hecho mi tarea.
-Si te quedas un momento podrás oír cantar a Nicandro. Tiene una vocecita muy...- Se llevó la mano al oído y miró a la ventana: -Ya se despertó. ¡Escúchalo!
Aunque intenté concentrarme sólo capté, apagados, los rumores de siempre; cláxones, gritos, motores, el pregón del panadero.
-No oigo a nadie que cante.
Margarita tomó un vaso de limonada, caminó hacia la ventana, la abrió y derramó chorritos sobre el pretil:
-Es para Nicandro. Ya te dije que le gusta lo dulce-. Esperó un momento y me preguntó qué escuchaba.
-Un grillo -le respondí asustada, sin saber por qué.
-Nicandro, se llama Ni-can-dro-. Margarita adoptó un gesto de superioridad: -Mi madre me lo regaló cuando yo era niña. Me dijo que él me acompañaría toda la vida. Fue verdad: adondequiera que voy Nicandro llega y canta para mí.
Escuché el silbido con que Rolando anunciaba el comienzo de algún juego callejero. La idea de que iba a perdérmelo por estar oyendo locuras despertó mi espíritu vengativo:
-¡Estás loca! En todas partes hay grillos. Aquí tenemos miles. Mi papá dice que son una plaga y los mata-. El pánico que vi en el rostro de Margarita avivó mi ansia de seguir lastimándola: -Además ¿cómo sabes que el que canta es tu grillo y no otro de esos horribles animales?
Margarita abrió la boca sin decir nada. Creí que la había vencido, pero al fin me contestó:
-Porque cuando lo oigo escucho también la voz de mi madre.
Margarita recuperó su seguridad de niña mimada. Me sentí vencida, culpable, con deseos de llorar. No quise que la enferma viera mis lágrimas, y sin despedirme volví a mi casa. Mi madre quiso saber la causa de que hubiera regresado tan pronto. Le repetí la conversación con Margarita. No hizo comentarios. Interpreté su silencio como un reproche, pero no pude comprender su llanto ni el ímpetu con que me tomó entre sus brazos.
Poco después, una tarde al volver de la escuela, vi el Chevrolet alejarse mientras que Refugio y la señorita Parra lo despedían agitando las manos. No volví a tener noticias de Margarita. Sin embargo, siempre que oigo el canto de los grillos la recuerdo y siento, tibio y dulce, el abrazo de mi madre.