El islam nuclear
El miércoles pasado la pequeña población de Granville, en Vermont, se despertó una vez más con una noticia a la que ya se ha acostumbrado con el tiempo, por más que resulte imposible resignarse a ella. Altavoces colocados expresamente durante los años 80 en escuelas, oficinas y plazas públicas anunciaron la alarma roja. La radio y la televisión locales confirmaron el estado de alerta. La gente ya sabe más o menos cómo reaccionar. Sin pánico, se concentran en lugares previamente establecidos a esperar más informes. Lo usual es que regresen a sus labores. Pero también podría tratarse de un aviso para evacuar masivamente la ciudad. Al menos todos saben que no se trata de un ataque terrorista ni un tornado u otra calamidad natural. Sólo el viejo reactor está gruñendo de nuevo. Frente al fatalismo, la prensa bromea: "The reactor is grynching", en alusión a Grynch, un personaje infantil que es un ogro que aterra a una ciudad porque vive aterrado de sí mismo.
La discusión sobre las ventajas, desventajas y eminentes peligros de la producción de energía eléctrica por medio de reactores nucleares se ha prolongado durante décadas y aún continúa. Los peligros no son hipotéticos: los accidentes de Three Mile Island, Chernobyl y otros de menor escala, junto con las protestas ecologistas, han inducido a la mayor parte de estados a buscar alternativas energéticas no petroleras distintas a las opciones nucleares. La eficiencia económica del reactor también es dudosa. Al principio es rentable, pero requiere de tantos cuidados y las medidas de seguridad resultan tan severas que las ventajas económicas disminuyen rápidamente. Después se suma el grave (e irresoluble) problema de qué hacer con los desechos radiactivos.
Todas las contrariedades que representa la energía nuclear no han logrado disuadir al gobierno iraní de continuar su ambicioso programa. El proyecto, según los iraníes, responde a una política de desarrollo de infraestructura industrial propia y es de carácter pacífico. Nadie, por supuesto, cree ese argumento. No hay razón para hacerlo. Si se emplearan los fondos del programa nuclear en, por ejemplo, la producción de gasolina, Irán obtendría mayores ingresos (en un tiempo breve) para su desarrollo.
Lo que temen los países que circundan a Irán, al igual que las potencias atómicas, es que el régimen de los ayatolas esté creando las condiciones (reactores, personal calificado, laboratorios, etcétera) para enriquecer uranio, es decir, para producir plutonio, que es el material básico de las bombas nucleares. Tal vez no se trata de un paso inmediato, pero concluidas las labores del programa, el régimen teocrático de Teherán estaría preparado para iniciar la producción de armas atómicas.
Los funcionarios iraníes han defendido reiteradamente el "derecho" a desarrollar su propia infraestructura nuclear. Es uno de los argumentos más ridículos escuchados últimamente en la arena internacional. Es como reclamar el derecho a ponerse una pistola en la cabeza. ¿Qué autoridad mundial rige o no el "derecho" al uso pacífico o militar de la energía atómica? ¿Qué derecho tienen Estados Unidos, Rusia, Francia, China o Pakistán a contar con arsenales atómicos? Desde el punto de vista de las expectativas de la humanidad, no tienen ningún derecho. ¿Pero, realmente hay alguien a quien interesen esas expectativas? Las armas atómicas se tienen o no se tienen. Es una decisión de hecho, no de derecho, que sólo responde a la fuerza y capacidad de cada Estado para adentrarse en esa aventura. El término "fuerza" es aquí esencial. Saddam Hussein intentó hacerse de reactores nucleares en los 90. Los europeos le vendieron las partes, hicieron negocios con la raquítica economía iraquí y después boicotearon el programa.
Probablemente los ayatolas quieren emular a otros mandarines, los jefes de la última reliquia estalinista en Corea del Norte. La cautelosa actitud de Estados Unidos, Rusia, Japón y China frente a los norcoreanos se debe, sin duda, a que poseen armas atómicas. En la política internacional, un arma atómica es el argumento más infalible de todos. Sin embargo, el régimen de Piongyang desarrolló su infraestructura nuclear durante la guerra fría, con el respaldo que obtenía de esa infranqueable barrera. Hoy ese respaldo ya no existe. El gobierno iraní no hace más que aumentar la vulnerabilidad de su país frente a quienes quisieran ver ese régimen destruido.
La guerra fría trajo consigo una lección amarga que puede ser formulada de la siguiente manera: lo que hace posible la paz mundial -que no la paz local-, es decir, que las potencias nucleares no se entremeten entre sí, no es el desarme, sino el rearme permanente. Alfred Nobel, inventor de la producción industrial de dinamita, mecenas del premio mundial de la paz, decía que la única manera de lograr paz entre las naciones no era llamando a las buenas y pacifistas conciencias, sino dotarlas de armas que pusieran en peligro de destrucción mutua a quien las empleara. Es una teoría triste sobre las relaciones humanas, pero acaso la única realista.
El problema es que la teocracia iraní se ha dedicado en los 20 años recientes a fomentar el fundamentalismo religioso, la inestabilidad geopolítica entre sus vecinos y a alentar la guerra contra Israel, que (ya se demostró) es un Estado simplemente pragmático.
¿Quién podría asegurar que los ayatolas iraníes no harán lo mismo con las armas nucleares?