Una pequeña historia del señor Ik'
Subcomandante insurgente Marcos
Ampliar la imagen Un miliciano vigila el local donde estaban reunidos miembros del EZLN con intelectuales y artistas, en la comunidad Juan Diego, municipio aut�o de San Miguel, este 28 de agosto FOTO V�or Camacho Foto: V�or Camacho
Este lado del terreno en el que nos encontramos se llama ahora Nuevo Poblado Juan Diego. Es parte del municipio autónomo rebelde zapatista Francisco Gómez. Pero no siempre se llamó así. Antes era una finca que llevaba el nombre de Santa Rita. La finca tenía alrededor de 6 mil hectáreas y su último propietario fue el señor Adolfo Nájera Domínguez, de Comitán, Chiapas, México. Hace mucho tiempo, en lo que fue Santa Rita trabajaron los abuelos y padres de algunos de nuestros compañeros y compañeras zapatistas. Trabajaban limpiando potreros y sembrando postes para el alambrado del terreno. Les pagaban siete pesos por una jornada que iniciaba a las 6 de la mañana y terminaba a las 6 de la tarde. Doce horas de trabajo por siete pesos.
Hace unos 13 años, cuando los habitantes de la comunidad de San Miguel querían ir a pescar, recoger caracol o a cortar leña, el finquero Adolfo no lo permitía. Para impedirlo tenía sus guardias blancas, vaqueros que portaban armas para amenazar a los indígenas que no respetaran la prohibición. El cerco de alambre en el que trabajaron sus padres y abuelos 12 horas diarias, junto con las armas de los guardianes de la finca, les impedían a los pobladores de San Miguel el acceso al río y el paso por brechas y veredas que atravesaban la finca. Ni ellos ni sus animales podían poner un pie en cualquiera de las 6 mil hectáreas.
Si alguna vez, por un descuido, se cruzaba un caballo u otro animal, las órdenes del finquero eran claras: lo que estaba en su terreno era de su propiedad. Así que los animales eran robados y escondidos en algún lugar, hasta que el legítimo dueño se resignara a su pérdida.
Así era: los indígenas habían levantado, de sol a sol (y no en sentido figurado), una cerca que los mantenía fuera. Fuera de las buenas tierras, de la modernidad, de la justicia.
La comunidad de San Miguel hizo entonces una su asamblea y sacó el acuerdo de pedir una plática con el señor Adolfo Nájera. Fue la comisión a hablar con él y le plantearon, en buen modo, que a la población de San Miguel le permitiera el acceso al río y que no molestara a los animales que se pasaban a su finca. La brecha que dividía San Miguel de la finca Santa Rita estaba aquí nomás, a unos 200 metros de donde ahora nos reunimos con ustedes. El finquero nunca entendió y no les hizo caso. Se burló de ellos, los maltrató, los amenazó y los corrió. Al otro día mandó reforzar el cerco de alambre de púas. Para hacerlo contrató, por 14 pesos la jornada de 12 horas, a los mismos indígenas de San Miguel. Las matemáticas no son mi fuerte, pero me parece que la distancia entre los abuelos y los nietos sería entonces de unos 30 o 40 años y siete pesos de diferencia. Tampoco sé mucho de economía, pero creo que eso es lo que se llama explotación.
La comunidad se reunió otra vez y se hicieron cuentas: de un lado, estaban cientos de indígenas, con unas cuantas hectáreas de malas tierras, llenas de pedregal y en pendientes donde no se podía ni caminar. Las tierras de los indígenas eran esas que se pueden ver allá: una parte de la ladera de la sierra de la Corralchén. Del otro lado de la brecha estaba una persona con 6 mil hectáreas de buena tierra, en terrenos planos, fértiles y con buena agua.
Les decía entonces que en la asamblea de la comunidad hicieron cuentas: poco y malo para muchos de un lado; mucho y bueno para sólo uno del otro lado. Hicieron entonces lo que hacían todos los campesinos: solicitaron parcela. Y, como dice la canción, solicitando parcela los años fueron pasando. Sus comisiones recorrieron todas las oficinas del gobierno federal, entregaron todo tipo de papeles, hicieron cooperaciones entre todos para enviar comisiones a todos lados, aunque hubiera dado lo mismo que no fueran. Nunca hubo solución a sus demandas de tierra.
Llegó entonces, a platicar con sólo algunos de los pobladores, un hombre. Era él indígena como ellos, moreno como ellos, tzeltal como ellos, mexicano como ellos. Su nombre de lucha era Hugo, pero se hacía llamar el señor Ik', jugando con el doble sentido de la palabra Ik', que en tzeltal puede significar "negro" y "viento". El señor Ik' se llamaba en realidad Francisco Gómez. Con su hablar pausado explicaba la explotación, el desprecio, la represión. Hablaba de rebeldía y de organización. "Hay una palabra -les decía el señor Ik'- que se llama zapatista y que habla de que la tierra es de quien la trabaja y que debemos organizarnos y luchar por nuestra libertad como campesinos y como indígenas y como mexicanos que somos". Probablemente era ya la madrugada. Lo que estaba platicando el señor Ik' era secreto y había que cuidarlo.
Por eso el señor Ik' caminaba de noche, hablaba de noche, se aparecía de noche. Quienes lo escucharon esa vez, cuando la mañana no alcanzaba aún a salpicar siquiera la oscuridad de la noche, dijeron que estaban de acuerdo. Ya se iba el señor Ik' y un compañero le dio una bola de pozol y le preguntó: "¿Y cómo se llama nuestra organización?" El señor Ik' metió la bola de pozol en la morraleta y le respondió. "Todos nos llamamos Ejército Zapatista de Liberación Nacional".
Se fue el señor Ik'. Caminó otras noches, apareció en otros pueblos y otras madrugadas lo encontraron hablando con indígenas de la región. Primero unos pocos, luego decenas, luego pueblos enteros, regiones. Pero no siempre fue así. Llegó el momento en que el señor Ik' ya no hablaba, sino que escuchaba. Escuchaba la indignación y la rabia. Ya antes había escuchado eso, pero entonces había una diferencia: eran una rabia y una indignación organizadas en colectivo.
Escuchaba y caminaba otra vez de noche el señor Ik', y otra madrugada estaba en nuestro cuartel, frente mío, tomando una taza de café sin azúcar, no porque así nos gustara sino porque no había. El señor Ik' inició su plática con un informe de su último recorrido por pueblos y asambleas. No era un informe de lo que había dicho, sino de lo que había visto y escuchado. Terminó. Nos quedamos callados. El señor Ik', sin que aparentemente viniera al caso, empezó a recordar otra madrugada, muchos años antes, cuando apenas lo conocimos y acampamos cerca de su pueblo. Yo le había contado entonces la historia de la lucha de Ulises contra el gigante de un único ojo: Polifemo. El señor Ik' había reído de buena gana cuando le narré la parte donde Ulises dice que se llama "nadie" y derrota al cíclope. El señor Ik' recordaba la narración a su modo y me la estaba contando de nuevo. De pronto se quedó callado, encendió un cigarrillo con una varita que hizo arder en la leña del fogón. Quedó con la ramita encendida un rato y luego me miró a los ojos y me dijo: "Oi, compañero subcomandante, de ahí que yo creo que ya va siendo la hora de nadie".
Como el señor Ik' entonces había decenas de compañeros, líderes naturales de sus comunidades y de sus regiones, haciendo lo mismo que él y diciendo lo mismo que él: "ya va siendo la hora de nadie". Era el año de 1992. Hicimos entonces la consulta. Se votó la guerra.
El año de 1993 se nos fue en preparativos. Llegó así mayo, 23 de mayo. Aquí arriba, en esa sierra que se ve bien desde aquí, nosotros teníamos un cuartel insurgente. Se llamaba El Calabazas. Una columna de federales había entrado a la cañada y, haciendo base en La Garrucha, había subido a la sierra. Nuestras fuerzas y las federales chocaron. Después de algunos combates, nuestras tropas se replegaron y fueron acogidas por los pobladores de San Miguel y luego acompañados por ellos hasta una zona segura.
Todo el EZLN se replegó entonces. Según nuestro pensamiento, el alzamiento debía iniciar cuando lo decidiéramos nosotros, no el enemigo. Desde mucho antes habíamos aprendido que no debíamos nunca sujetarnos a los tiempos del poderoso, sino que teníamos que seguir nuestro propio calendario e imponerlo al de arriba. Así lo seguimos haciendo. Por eso se desesperan con nuestro modo.
El primero de enero de 1994, ya era de día cuando todavía pasaban por esa carretera las columnas de combatientes del EZLN rumbo a Ocosingo. Más de mil 200 hombres y mujeres del llamado Tercer Regimiento de Infantería Zapatista, más otro tanto del Quinto Regimiento, pasaron por esta y otras tierras de la Selva Lacandona, les quitaron sus armas a las guardias blancas de los finqueros y con ellas tomaron la cabecera municipal. Después de varios días de combatir en el mercado de Ocosingo contra tropas aerotransportadas del Ejército federal, las tropas zapatistas se replegaron.
Después pasó lo que pasó, y la mayoría de ustedes lo saben porque fueron actores principales.
Todas las fincas en esta zona fueron recuperadas y, después de 1995, sus tierras repartidas por la comisión agraria del municipio autónomo rebelde zapatista (Marez) Francisco Gómez. Sin pedirle permiso a nadie, los indígenas zapatistas derrumbaron el cerco que rodeaba la finca Santa Rita y las tierras fueron repartidas entre habitantes de San Miguel y del poblado Ach' Lumal, que quiere decir: tierra nueva.
Entonces los compañeros se reunieron y volvieron a hacer cuentas, pero no de hectáreas, sino de muertos. En la batalla de Ocosingo, el 2 de enero de 1994, cayó en combate un compañero miliciano de San Miguel, cuyo nombre de lucha era Juan. En la comunidad Nueva Estrella, otro compañero miliciano fue asesinado por el Ejército federal cuando la traición zedillista, en febrero de 1995; su nombre de lucha era Diego. Los compañeros pensaron, hicieron cuentas, recordaron. El nuevo poblado tomó entonces el nombre de "Juan Diego".
Nombraron así no a la muerte, sino a la lucha.
Leído al inicio de la cuarta reunión preparatoria de la otra campaña, en el nuevo poblado Juan Diego, Chiapas, el 27 de agosto