Un retrato de Juan Soriano
Hace mucho tiempo, 30 años deben ser, en un lejano lugar, la rue de la Vieille Temple, en París, Juan Soriano me dijo:
''Los mexicanos no somos exportables."
Estaba inclinado sobre una de las mesas del taller de litografías de Peter Bransem. Llevaba meses quitando y poniendo hojas verdes, ocres, a un árbol que daba sombra a un burro. Creo que la litografía era parte de un pedido para los regalos de fin de año, a grandes clientes de Olivetti. Juan venía de Italia para realizar ese trabajo.
Me le quedé viendo, más a su dibujo que a él, durante largos minutos. Esperé una explicación.
''Los mexicanos no salimos nunca de México, lo llevamos con nosotros."
Juan aumentó unas hojas al árbol, les cambió de color, siguió sin verme a la cara, pero cuando quise alejarme, volvió a hablar.
''Ahí van con su lata de chiles, no se van."
Sin pensarlo, sin contenerme, le pregunté cuántos años llevaba, él, fuera del país. Se puso a hacer cuentas, entre los años que volvía y los que estaba en Italia, en otros países.
Me miró a la cara, directo a los ojos, su pincel en el aire, suspendido, quién sabe qué veía, tal vez su vida. Juan Soriano debe haberme visto como mira un pintor en ese momento. Ya no era yo, ¿o sí? Se puso a contarme anécdotas: de Villaurrutia, de Inés Amor, de la Chaneca, de Chumacero, de García Lorca, del 36, de los canales que aún existían en la ciudad de México, cuando él llegó. Entonces, todo me pareció muy viejo. Eran menos años de los que hoy tengo de conocerlo.
He sido su modelo. Más: su amiga. Le pedí a mi hija, Tania, que modelara para una de sus telas: Juan necesitaba unos dedos ultradelgados. Gracias a Marek, tengo fotografías de los cuadros. También uno o dos dibujos de los borradores en tinta.
Seguí viendo a Juan varios años, en París, una vez en México durante un homenaje que le rendían. Como si no lo viera. En efecto, él era otro. Tal vez yo también. Nuestra ciudad, sobre todo, era distinta. ¿Cómo reconocernos?
Veo, a veces no, sus cuadros que Jacques Bellefroid colgó en una de las paredes de la casa. Soy yo y no soy. A uno o dos metros está mi retrato hecho por José Luis Cuevas: soy yo. Quién sabe cómo adivinó mi futuro o escapó al paso del tiempo. Enfrente, un cuadro de 2 metros por 1.50, el magnífico retrato hecho por Carmen Parra de Jacques y de mí, dos dibujos al pastel, separados, ''por si se divorcian, cada uno agarra el suyo", unidos por el encuadrador. Barroco puro, este doble retrato tiene una presencia que impone: su silencio es música de órganos, nadie puede quedarse callado frente a él. El lujo que desgaja es desafío: ahí estamos, Jacques y yo, presentes.
¿Azar o simple fatalidad?, leo desprevenida retratos que me recuerdan a alguien, que termino por releer: sí, debo ser yo, soy yo. Tal vez, a lo mejor, es otra. Es raro que los retratos escritos sean ofrecidos a la modelo. Pero llegan a sus manos. Algunos son desagradables: ¿cómo reconocerse en versos, dedicados o no, que describen una persona imaginada por el otro? Roland Topor me dijo que prefería ser pintor que escritor: ''Al menos tiene uno que ver más allá de su ombligo". Sin embargo, debo reconocer, uno de los mejores retratos que alguien ha hecho de lo que tal vez soy, es de nuestra más grande escritora, la China Mendoza: ahí estoy, entre sus palabra, metáfora y paradoja, colmo del barroco esa escritura, me veo vivir.
''No somos exportables", me repitió Juan Soriano en una de las sesiones donde le serví de modelo, con las luces bajas, las cortinas cerradas, en Saint-Denis. Creí entender: ¿quién, qué mexicano, puede salir de su país? Todo se vuelve encima al regreso: el tiempo se cobra cada segundo fuera.
Me reconozco, dudo, no quiero verme. Soy yo, ahora. El retrato de Juan Soriano ha sabido vivir y dejar pasar, sentir pasar, al tiempo. Más duro que el retrato de Oscar Wilde. Juan Soriano atrapó de mí eso tan enigmático que es el paso del tiempo.