Indiferencia
A lgunos fundamentalistas musulmanes han empezado a discurrir que la tragedia que vive Nueva Orleáns es una venganza divina contra El Gran Satán. Se les olvida que la cosa a la que llaman así es un país con una enorme diversidad de rostros, posiciones políticas, clases sociales y actitudes ante el Islam, el mundo árabe y las guerras de Bush. Omiten el hecho simple de que su Altísimo, por ser omnisciente, debe estar al tanto de las encuestas que -y eso vale tanto para la urbe destruida como para el resto del territorio estadunidense- reflejan una creciente y ya mayoritaria oposición a las cruentas excursiones militares de la Casa Blanca. También hay que apuntar, en detrimento de esa teoría, que, por mera probabilidad estadística, habrán de aparecer en las listas de muertos y damnificados algunos fieles seguidores de Mahoma. A fin de cuentas, El Corán no prohíbe habitar en sitios mal protegidos de las inclemencias de la naturaleza. La única coartada lógica que quedaría a los implacables sería, entonces, que Nueva Orleáns era una ciudad pecadora y depravada.
Y vaya que lo era, de acuerdo con las normas y los lugares comunes de los fundamentalistas más cerrados. No sólo por sus arrebatos carnavaleros, sino porque en ella, como en cualquier otra urbe al margen de los estrictos dictados de la Sha'aria, se oía y escuchaba música, se fornicaba, se bebía alcohol, se formalizaban divorcios, se cometían infidelidades, se usaban faldas cortas y blusas transparentes, se pronunciaban blasfemias. De no ser por las comunidades menonitas y algunas aldeas afganas ya casi no hay en el mundo (y por suerte) una concentración urbana que no merezca, desde esos puntos de vista, la suerte de Sodoma y Gomorra.
Tal caracterización está en labios de algunos ayatolas, pero también en la mente de los integristas cristianos al estilo de Bush. Lo que para los primeros produjo un regocijo desalmado por la destrucción de una ciudad, ¿generó en los segundos la indolencia inicial y el desinterés por la suerte de los afectados? La pregunta no proviene de una tergiversación comunista ni de una conjura de Al Qaeda. Es que resulta difícil entender cómo un gobierno que no vacila en mandar efectivos armados a cualquier lugar del mundo cuando le secuestran a un ciudadano haya sido, en cambio, capaz de tanto desprecio por las vidas de los afectados de la tragedia en su propio territorio.
Pero lo fue: la mañana del lunes antepasado, mientras muchos dentro y fuera de Estados Unidos seguían con angustia los sucesos en Nueva Orleáns, Bush se hallaba en Arizona y comía pastel para festejar el cumpleaños del senador John McCain. Por la tarde, en California, intercambió sonrisas y chistes con la señora Myrtle Jones. Al día siguiente, martes 30, cuando ya se sabía de la ruptura de los diques que preservaban a la urbe de las aguas del lago Pontchratrain, Bush tocaba guitarra en la base naval de Coronado. De esas actividades hay fotos, videos y despachos de prensa escrita.
En los días siguientes los voceros oficiales explicaron que la lentitud de la asistencia gubernamental se debía a la imposibilidad de llegar hasta la zona del desastre. Pero, como se dijo en el blog del diario The Times-Picayune en una "Carta abierta al presidente", toda la semana pasada varios reporteros de ese periódico estuvieron entrando y saliendo de Nueva Orleáns por la Crescent City Connection, que se mantuvo siempre transitable. Por esa misma ruta, el jueves en la mañana, cuando la Casa Blanca insistía en la imposibilidad de llegar a la ciudad, arribó a ella una caravana de asistencia privada formada por 13 tractocamiones. Los desamparados que se refugiaron en el Superdomo y en el Centro de Convenciones -sitios en los que han vivido días amargos de sed, hambre, suciedad, violencia y hacinamiento, y en los que algunos hallaron la muerte- habrían podido ser evacuados desde el mismo lunes 29, tras el paso del Katrina o, a lo sumo, un día después. En una entrevista televisada el jueves por la noche, el director de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés), Michael Brown, dijo que la dependencia no se enteró, sino hasta ese día, de la presencia de miles de damnificados en el segundo de esos albergues.
El autor anónimo de la carta concluye: "Estamos enojados, señor presidente, y lo seguiremos estando después de que nuestra amada ciudad y barrios aledaños se hayan secado. Nuestra gente merecía ser rescatada. Muchos no lo fueron. Esa es la vergüenza del gobierno".
Pero la gran mayoría de los afectados son pobres, o son negros, o ambas cosas y, además, Nueva Orleáns era una ciudad degenerada, según los cánones morales de los integristas, tanto de los islámicos como de los cristianos. Algunos de los primeros piensan que la urbe fue un objetivo justificado de la ira de Dios. George Walker Bush, que forma parte de los segundos, se dedicó a repartir sonrisas, a comer pastel y a tocar guitarra mientras sus compatriotas se ahogaban, se mataban entre ellos o morían de sed, de hambre y de falta de medicinas. Y hasta ahora, la indiferencia presidencial está mucho mejor documentada que la furia divina.