Katrina
Resulta sorprendente que la mayor potencia de la Tierra carezca de un programa bien delineado para casos de catástrofe y demore tanto tiempo en reaccionar ante la más grave crisis humanitaria de su historia moderna.
No solamente se soslayaron los estudios científicos que alertaban sobre los riegos en esa zona, sino que las autoridades federales pusieron oídos sordos a la voz de alarma una vez que el huracán estaba encima. Katrina rebasó de inmediato la capacidad de respuesta de la protección civil a nivel estatal y local, dejando una estela de muerte y destrucción cuyos límites aún desconocemos.
Las víctimas no pudieron salir de la trampa y quedaron abandonadas a su suerte, sin nadie que les echara una mano. Según informes de la prensa estadunidense, gran parte de los miembros de la Guardia Nacional y sus equipos, incluyendo vehículos acuáticos, "estaban en Irak". La irracionalidad de la situación salta a la vista.
En definitiva, las previsiones en torno a la seguridad nacional en caso de un hipotético ataque con armas de "destrucción masiva" resultaron un fiasco, pues es obvio que Estados Unidos no podría atender a la vez el frente externo y la seguridad nacional con alguna probabilidad de éxito.
La triste realidad es que Estados Unidos es vulnerable, no obstante la orgullosa retórica militarista del presidente Bush, misma que ahora tuvo que tragarse para recibir la solidaridad que desinteresadamente el mundo le envía.
Es difícil saber cuánto han afectado en este desastre la guerra de Irak y la obsesión contra el terrorismo de la actual administración estadunidense, pero, como recuerda Paul Krugmann, es seguro que el gobierno ha fallado en aspectos sustantivos e intransferibles de su función. Ese modelo de gobierno, que tanta estima agradecida suscita entre polítologos, políticos y empresarios de este lado, ha dado muestras reiteradas de hallarse en un laberinto de pequeños y grandes poderes e intereses muy a menudo contrapuestos, por lo que hoy parecería imprescindible una reforma.
Detrás de la tragedia, más allá de las torpezas humanas o burocráticas ante la magnitud del desastre, estamos ante el fracaso de una visión de la sociedad que da por muerto al Estado como proveedor de bienestar y confiere a los individuos, a la "sociedad civil" y a los organismos religiosos de caridad esa responsabilidad, de manera que la autoridad se limite a brindar protección, en el sentido jurídico y policial del término, sin enredarse en otros temas, como la salud, por ejemplo; la dignificación de la vida en regiones enteras o el compromiso con la sustentabilidad que el presidente Bush ha repudiado más de una vez. Tras ese "individualismo compasivo" se encuentra una concepción religiosa de la vida, la misma que no deja de observar la tragedia como "necesaria purificación para evitar que nos perdamos del todo", según dice la página parroquial de una de tantas iglesias.
El huracán ha barrido con la imagen pueril del sueño americano, en el que las oportunidades florecen para todos por igual. Hemos visto que no es así, que allí la desigualdad puede ser tan humillante como escandalosa y que, en definitiva, persisten los estigmas de la discriminación que no se atreve a decir su nombre. En una carta abierta a Bush, Michael Moore ironiza: "No, señor Bush, usted ha estado en su sitio. No es su problema que 30 por ciento de Nueva Orleáns viva en la pobreza o que 10 mil personas no tuvieran ningún transporte para salir de ciudad. ¡Así es el mundo, son negros!, esto no tiene nada que ver con lo que sucedió en Kennebunkport. ¿Puede usted imaginarse lo que es dejar personas blancas en sus azoteas por cinco días? ¡No me haga reír! ¡La raza no tiene nada -NADA- que ver con esto!"
El presidente ha ofrecido investigar los hechos con la explícita recomendación de no culpar a nadie. Difícil tarea para un gobierno que no ha hecho otra cosa que reducir la vida a un conflicto entre ángeles y demonios. Veremos.