Linda McCarriston. Lengua inglesa
La escritora estadunidense Linda McCarriston fue la invitada de lengua inglesa que participó en el recital de poesía Las lenguas de América, organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) la noche del 12 de octubre de 2004. José del Val, director del Programa México Nación Multicultural, me propuso que en ese encuentro de poetas convocáramos a escritores de diversas lenguas de nuestro continente.
De las otras tres lenguas europeas establecidas en nuestros territorios, el brasileño Lêdo Ivo representó el portugués, la quebequense Nicole Brossard el francés y el mexicano Juan Bañuelos el español. Por vez primera, poetas de estas lenguas europeas, ahora también de América, se reunían en un recital de poesía con autores de cuatro lenguas indígenas del continente y con autores de ocho lenguas indígenas de México: el mapuche chileno Elicura Chihuailaf, el aymara boliviano Juan de Dios Yapita, el quechua ecuatoriano Cristóbal Quishpe, el kiché guatemalteco Humberto Ak'abal, el zapoteco de la sierra Mario Molina, el zapoteco del Istmo Víctor Terán, la escritora maya Briceida Cuevas, el poeta de lengua náhuatl Natalio Hernández, el mazateco Juan Gregorio Regino, el ñahñú Thaayrohyadi Bermúdez y una figura esencial del humanismo mexicano: Miguel León-Portilla, como poeta en lengua náhuatl.
Linda McCarriston es una de la más sólidas y extraordinarias figuras literarias de Estados Unidos. Por el también poeta estadunidense Reginald Gibbons, director desde hace tiempo de la revista Try-Quarterly de la Northwestern University de Chicago, sabía yo que Linda McCarriston fue muy injustamente atacada por algunos poetas debido a su osadía de escribir un valiente poema sobre mujeres indígenas.
Gibbons la destacaba como una pensadora brillante y ajena a los círculos exclusivos de los poetas convertidos en celebridades. La fortaleza de su poesía y de su carácter posiblemente deriven de su peculiar biografía: haber estado sometida desde niña a diversas represiones racistas, sociales y de género por ser parte de la minoría irlandesa, parte de la clase obrera en una ciudad industrial y por ser una brillante y lúcida mujer en una sociedad agresiva y brutalmente machista.
Linda McCarriston nació en Lynn, Massachusetts, en 1943. Ha publicado Talking Soft Dutch, Eva-Mary y New and Selected Poems. En 1983 recibió el Premio Grolier; en 1986 el Premio Consuelo Ford, de la Poetry Society of America; en 1991 el Premio Terrence Des Pres de la Northwestern University, por Eva-Mary. Se graduó en el Emmanuel College, en Boston, y obtuvo la licenciatura de bellas artes del Goddard College.
Actualmente es profesora de la Universidad de Alaska, Anchorage, en el departamento de Escritura creativa y artes literarias.
Estos poemas, traducidos por Saidaly Ibarra Hidalgo y Ricardo Moreno Briceño, forman parte de la compilación Las lenguas de América. Recital de Poesía, Colección La Pluralidad Cultural en México, que la UNAM publicará próximamente.
Le Coursier de Jeanne D'Arc
You know that they burned her horse
before her. Though it is not recorded,
you know that they burned her Percheron
first, before her eyes, because you
know that story, so old that story,
the routine story, carried to its
extreme, of the cruelty that can make
of what a woman hears a silence,
that can make of what a woman sees
a lie. She had no son for them to burn,
for them to take from her in the worl
not of her making and put to its pyre,
so they layered a greater one in front of
where she was staked to her own -
as you have seen her pictured sometimes,
her eyes raised to the sky. But they were
not raised. This is yet one of their lies.
They were not closed. Though her hands
were bound behind her, and her feet were
bound deep in what would become fire,
she watched. Of greenwood stakes
head-high and thicker than a man's waist
they laced the narrow corral that would not
burn until flesh had burned, until
bone was burning, and laid it thick
with tinder -fatted wicks and sulphur,
kindling and logs- and ran a ramp up
to its height from where the grey horse
waited, his dapples making of his flesh
a living metal, layers of life
through which the light shone out
in places as it seems to through the flesh
of certain fish, a light she knew
as purest, coming, like that, from within.
Not flinching, not praying, she looked
the last time on the body she knew
better than the flesh of any man, or child,
or woman, having long since left the lap
of her mother -the chest with its
perfect plates of muscle, the neck
with its perfect, prow-like curve,
the hindquarters' -pistons- powerfu cleft
pennoned with the silk of his tail.
Having ridden as they did together
-those places, that hard, that long-
their eyes found easiest that day
the way to each other, their bodies
wedded in a sacrament unmediated
by man. With fire they drove him
up the ramp and off into the pyre
and tossed the flame with him.
This was the last chance they gave her
to recant her world, in which their power
came not from God. Unmoved, the Men
of God began watching him burn, and better,
watching her watch him burn, hearing
the long mad godlike trumpet of his terror,
his crashing in the wood, the groan
of stakes that held, the silverblack hide,
the pricked ears catching first
like driest bark, and the eyes.
And she knew, by this agony, that she
might choose to live still, if she would
but make her sign on the parchment
they would lay before her, which no-
would include this new truth: that it
did not happen, this death in the circle,
the rearing, plunging, raging, the splendid
armour-coloured head raised one last time
above the flames before they took him
-like any game untended on the spit- into
their yellow-green, their blackening red.
Le Coursier de Jeanne d'Arc
Sabes que a su caballo lo quemaron
frente a ella. Aunque no haya registros,
sabes que a su Percherón lo quemaro
primero, ante sus ojos, porque
conoces la historia, la vieja historia,
la historia de siempre, aquí llevada al
extremo, de la crueldad que provoca
que una mujer escuche un silencio,
que puede surgir cuando una mujer ve
una mentira.
No tenía hijos que pudieran quemar,
que pudieran arrebatarle en el mundo
nada que fuera suyo para llevarlo a la hoguera,
así que pusieron algo grandioso frente
al lugar donde la quemarían
-como la has visto retratada varias veces,
sus ojos levantados al cielo. Pero no estaban
levantados. Esa es otra de las mentiras.
No estaban cerrados. Aunque tenía las manos
atadas a la espalda y los pies
enterrados en lo que sería el fuego,
ella observaba. Alta en la leña verde la cabeza,
y la cintura más robusta que la de un hombre,
la ciñeron al estrecho corral que
ardería sólo después de la carne, después
de los huesos, y colocada junto a la yesca
-sulfuro y mecha encerada,
ramas y varas- elevaron una rampa
hasta la hoguera donde esperaba
el caballo gris pinto con su carne simulando
metal viviente, capas de vida
a través de las cuales brillaba la luz
como a través de la carne de algunos
peces, la luz que ella conocía como la más
pura, la que viene, como aquella, del interior.
Inmóvil, sin rezar, observó
por última vez el cuerpo que conocía
mejor que la carne de cualquier hombre o niño
o mujer, al haber dejado tiempo atrás el regazo
de su madre -el pecho con sus
músculos perfectos, el cuello
con su perfecta curva, la poderosa
hendidura de los cuartos traseros -pistones-
abanderados con la seda de su cola.
Habiendo cabalgado juntos como lo hicieron
-aquellos lugares, aquel duro y largo camino-
sus ojos ese día encontraron fácilmente
el camino hacia los ojos del otro, sus cuerpos
unidos en un sacramento sin intervención
del hombre. Con fuego lo subieron
por la rampa hasta la hoguera
y arrojaron la flama junto a él.
Fue la última oportunidad que le dieron
para abjurar de ese mundo en que el poder
de ellos no venía de Dios. Inmutables, los Hombres
de Dios viéndolo comenzar a arder, o mejor aún,
viendo que ella lo miraba arder, escuchaban
la loca trompeta mesiánica de ese terror,
el rechinar de la madera, el crujir
de las estacas que sostenían ese cuerpo plateado,
las orejas pinchadas que se encendieron primero
como corteza de árbol, y los ojos.
Y ella sabía, por aquel sufrimiento, que
quizás decidiría vivir, con tan sólo
poner su marca en el pergamino
que podrían mostrarle, y que ahora
tendría esta nueva verdad: que ello nunca
sucedió, esta muerte en el corral,
que no se desplomó ni relinchó la espléndida
y colorida cabeza armada, irguiéndose por última vez
sobre las llamas, antes de llevarlo
-como en cualquier otro juego- a su
verde amarillo, su rojo ennegrecido.