El maestro Paco de Lucía
SENTADO EN la soledad oscura, un hombre lanza, saetea flores de aire que se clavan en el viento. Las extrae -es plúmbeo y oro el colorido de esas flores númenes- de un instrumento que tiene las mismas caderas, los mismos enormes ojos negros de una gitana, manos en jarras, plantada a media plaza de una tarde de Sevilla. Es Paco de Lucía el sedente. Abraza esas caderas. Las abrasa. Las voces que viven en el aire son primero seis, cada una en una cuerda y todas esas cuerdas, una a una hasta contar media docena en su total canoro, ciñen en metálico corpiño el torso, el vientre, la cabellera fluvial de lo que suena: la guitarra de Paco de Lucía. Rito, embrujo, encantamiento. Escucharlo en vivo es acompasar la danza ritual del fuego. Uno puede apagar la luz en casa y prender la epidermis, el estéreo y las entendederas porque el nuevo disco de Paco de Lucía es la mismísima hostia. Joer.