Reminiscencias patrias
El próximo jueves se conmemora una vez más la arenga que en labios del cura Miguel Hidalgo dio inicio al movimiento que desembocaría en la Independencia de México. Esta festividad se instituyó por decreto de la Regencia el 2 de marzo de 1822. Vale la pena recordar nuevamente las narraciones del extraordinario cronista decimonónico Antonio García Cubas, quien describe con ameno detalle los ostentosos festejos que organizaba Santa Anna, que se iniciaban con una misa solemne en la Catedral, a la que concurría el Presidente con sus ministros y Estado Mayor, el gobernador del ayuntamiento de la capital y altos funcionarios civiles y militares.
Cuenta el cronista que al salir de la Catedral la comitiva que constituía el paseo cívico, recorría parte de la Plaza Mayor y se dirigía por las calles de Plateros y San Francisco -hoy Madero- hasta la Alameda; ahí se había levantado un gran templete, desde donde el gobernante y su séquito escuchaban la oración cívica, que consistía en el prolongado y farragoso discurso que decía un comisionado nombrado por el ayuntamiento.
Los primeros años después de la consumación de la Independencia, las palabras del orador solían estar llenas de improperios en contra de los españoles, al grado de que en una ocasión enardecieron de tal manera a la multitud, que tuvieron que sacar atropelladamente los restos de Hernán Cortés del templo del Hospital de Jesús, obra del conquistador, donde estaba sepultado, ya que la turba tenía la intención de profanar la tumba. El alegre desfile que hoy presenciamos tuvo su antecedente en esa lúgubre procesión cívica, en la que todos iban vestidos de negro, participando, además de los funcionarios mencionados, integrantes de los diversos gremios de artesanos, empleados y muchos particulares; si no hubiera sido por la música, con toda seguridad parecería un entierro.
En la noche del 15 se celebraba un acto en el gran Teatro Nacional -el que destruyó Porfirio Díaz para ampliar la calle 5 de Mayo, que, por cierto, en una época se llamó teatro Santa Anna. A él asistía la antigua Junta Patriótica y lo encabezaba el Presidente, acompañado de su comitiva, su familia, la aristocracia, algunos poetas y cantantes, y los más ricos de la ciudad. Se recibía al mandatario con el Himno Nacional; a continuación se leía el Acta de la Independencia y después se intercalaban discursos con canciones, poesía y piezas musicales. Hacen notar las crónicas que las piezas retóricas solían ser interrumpidas con copiosas rechiflas para dar paso a la música; también se destaca que en este festejo no participaba el pueblo.
Pero al igual que ahora, el Zócalo y sus alrededores se llenaban de puestos con toda clase de antojitos y golosinas propias de estas fechas, así como de banderas, cornetas, sombreros y toda la parafernalia septembrina, que ya desde hace varios días inunda de alegría la antigua ciudad de México. Hay que revivir la buena costumbre de poner banderas en ventanas, balcones y en los automóviles.
Hace unos años las principales avenidas de la ciudad se adornaban con luces de colores, que actualmente sólo sobreviven en la Plaza de la Constitución. En esas épocas muchas familias llevaban a los niños a "ver la iluminación" y a disfrutar de los antojitos, que remataban con unos esponjosos buñuelos en miel de piloncillo.
Volviendo al siglo pasado, en ese entonces la gente solía adornar sus casas con cortinajes y festones, guirnaldas de flores y coronas ensartadas en bastones de madera; tampoco faltaban las banderas tricolores. Muy populares eran las luces de bengala, que ahora se han convertido en esos maravillosos juegos pirotécnicos que iluminan toda la ciudad después del último acorde del Himno Nacional, que hasta la fecha entonan miles de compatriotas unidos por un mismo amor y emoción en el corazón del país: la Plaza de la Constitución, conocida popularmente como el Zócalo.
Si quiere vivir esa emoción sin padecer los embotellamientos humanos, ni recibir huevazos de confeti, puede ir al restaurante Casa de las Sirenas, que ocupa una preciosa casa del siglo XVII ubicada en la calle de Guatemala 32, atrás de la Catedral. La mansión, de tezontle y cantera, recibe el nombre por dos preciosas sirenas exquisitamente labradas en la elegante piedra plateada que decora la fachada. Desde su terraza se alcanza a ver el Zócalo y el balcón donde el Presidente da el grito y puede entonar con la multitud el Himno Nacional, lo que siempre causa gran emoción. Va a haber música para bailar y los platillos típicos de esas fechas: pozole, pambazos, sopecitos, tostadas y un toque yucateco con cochinita pibil.