La decadencia de EU: el águila se estrelló al aterrizar
Immanuel Wallerstein (Nueva York, 1930) sostiene en su más reciente libro de ensayos, La decadencia del poder estadounidense, que más allá de su indudable superioridad militar, desde hace tres décadas Estados Unidos es una potencia hegemónica en un claro proceso de decadencia económica, social, política, cultural y geopolítica. Publicado en México por Ediciones Era, el volumen revisa el "largo siglo XX" como la historia del ciclo completo de dicha hegemonía, dentro del cual tienen un significado profundo los atentados del 11 de septiembre de 2001. Con la autorización de los editores, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto del nuevo libro de Wallerstein, colaborador de La Jornada.
¿Estados Unidos en decadencia? Pocos en la actualidad creerían en esta afirmación. Los únicos que en efecto la creen son los halcones estadunidenses, quienes vociferan en favor de medidas políticas que reviertan el declive. Esta creencia de que el final de la hegemonía estadunidense ya comenzó no proviene de la vulnerabilidad que para todo fue patente el 11 de septiembre de 2001. De hecho, Estados Unidos se ha ido desvaneciendo como potencia global desde los años setenta y su respuesta a los ataques terroristas sólo ha acelerado este declive. Con el fin de entender por qué la llamada Pax Americana está yendo a menos es preciso examinar la geopolítica del siglo XX, en particular durante sus tres últimas décadas. Este ejercicio pone al descubierto una conclusión sencilla e ineludible: los factores económicos, políticos y militares que contribuyeron a la hegemonía de Estados Unidos son los mismos factores que han de producir inexorablemente la subsecuente declinación estadunidense
* El ascenso de Estados Unidos a la hegemonía global fue un proceso largo que dio principio como tal con la recesión mundial en 1873. En esa época, Estados Unidos y Alemania empezaron a hacerse de una participación cada vez mayor en los mercados globales, a expensas sobre todo de la recesión constante de la economía británica. Ambas naciones acababan de adquirir una base política estable: Estados Unidos al terminar exitosamente su guerra civil y Alemania al lograr la unificación y derrotar a Francia en la guerra franco-prusiana. De 1873 a 1914, Estados Unidos y Alemania se convirtieron en los principales productores en ciertos sectores de punta: el acero y más adelante los automóviles en el caso de Estados Unidos y los químicos industriales en el caso de Alemania.
Los libros de historia registran que la primera guerra mundial estalló en 1914 y que concluyó en 1918, y que la segunda guerra mundial duró de 1939 a 1945. Sin embargo, tiene mucho más sentido considerar a las dos como una sola y continua "guerra de treinta años" entre Estados Unidos y Alemania, con sus treguas y conflictos locales repartidos en medio. La lide por la sucesión hegemónica adquirió un giro ideológico en 1933, cuando los nazis llegaron al poder en Alemania y empezaron su búsqueda por trascender el sistema global en su conjunto, no persiguiendo la hegemonía dentro del sistema al uso, sino más bien bajo la forma de un imperio global. Recuérdese la consigna nazi "ein tausendjähriges Reich" (un imperio de mil años). Por su parte, Estados Unidos asumió el papel del abogado de un liberalismo centrista a nivel mundial -recuérdense las "cuatro libertades" del ex presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt (libertad de expresión, libertad de culto, libertad frente a la carencia y frente al miedo) y se metió en una alianza estratégica con la Unión Soviética, volviendo posible la derrota de Alemania y sus aliados.
La segunda guerra mundial comportó una destrucción enorme de la infraestructura y de las poblaciones de Eurasia, desde el océano Atlántico hasta el Pacífico, en la que casi ningún país salió indemne. La única potencia industrial grande que emergió intacta -e incluso muy fortalecida, desde la perspectiva de la economía- fue Estados Unidos, que de inmediato consolidó su posición.
Pero el aspirante a hegemón enfrentó algunos obstáculos políticos prácticos. Durante la guerra, las fuerzas de los Aliados acordaron el establecimiento de la ONU, una organización integrada básicamente por los países que habían estado en la coalición contra las fuerzas del Eje. El rasgo crítico de la organización fue el Consejo de Seguridad, la única estructura que podía autorizar el empleo de la fuerza. El Acta de la ONU les otorgó el derecho de veto sobre el Consejo de Seguridad a cinco potencias, incluyendo a Estados Unidos y a la Unión Soviética, y esto en la práctica desarmó en gran medida al Consejo. De ahí que no fuera la fundación de la ONU en 1945 lo que determinó las limitaciones geopolíticas de la segunda mitad del siglo XX, sino más bien la reunión de Yalta entre Roosevelt, el primer ministro de Gran Bretaña, Winston Churchill, y el dirigente soviético, José Stalin, dos meses antes.
Los acuerdos formales de Yalta fueron menos relevantes que los acuerdos informales, los cuales no se verbalizaron y sólo pueden valorarse al observar la conducta de Estados Unidos y de la Unión Soviética durante los siguientes años. Al terminar la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, las tropas soviéticas y occidentales -esto es, las estadunidenses, las británicas y las francesas- se ubicaron en sitios especiales: en esencia, a lo largo de una línea norte-sur en el centro de Europa, el río Elba, la histórica línea divisoria de Alemania. Salvo ciertos ajustes menores, ahí se quedaron. En retrospectiva, Yalta significó el acuerdo de ambas partes en cuanto a que ahí podían permanecer y que ninguna de las partes emplearía la fuerza para sacar a la otra. Este arreglo tácito incluía asimismo a Asia, como lo mostró la ocupación estadunidense de Japón y la división de Corea. Por tanto, en términos políticos Yalta fue un acuerdo sobre el statu quo en el cual la Unión Soviética controlaba aproximadamente un tercio del mundo y Estados Unidos el resto.
Washington enfrentó asimismo desafíos militares más serios. La Unión Soviética contaba con las fuerzas de tierra más grandes del mundo, en tanto que el gobierno estadunidense se encontraba bajo la presión interna de reducir su ejército, para acabar en particular con el reclutamiento forzoso. De ahí que Estados Unidos decidiera afirmar su poderío militar no por medio de las fuerzas de tierra, sino del monopolio de las armas nucleares, más una fuerza aérea con la capacidad para desplegarlas. Este monopolio en breve desapareció: para 1949 la Unión Soviética ya había desarrollado también sus armas nucleares. Desde entonces, Estados Unidos se ha visto reducido a tratar de prevenir la adquisición de armas nucleares -y de armas químicas y bacteriológicas- por otras potencias, esfuerzo que, para el siglo XXI, no parece haber sido muy exitoso.
Hasta 1991, Estados Unidos y la Unión Soviética coexistieron en el "equilibrio del terror" de la Guerra Fría. Sólo en tres ocasiones se puso seriamente a prueba este statu quo: el bloqueo de Berlín en 1948-1949, la guerra de Corea de 1950 a 1953 y la crisis cubana de los misiles en 1962. En todos los casos, el resultado fue la restauración del statu quo. Más aún, es preciso señalar cómo cada vez que la Unión Soviética enfrentó una crisis política en sus regímenes satélite -Alemania del Este en 1953, Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968 y Polonia en 1981-, Estados Unidos apenas se involucró en algo más que maniobras de propaganda, permitiéndole a la Unión Soviética proceder a su antojo.
Esta pasividad no se extendió hasta la esfera de la economía, por supuesto. Estados Unidos capitalizó el contexto de la Guerra Fría para lanzar masivos esfuerzos de reconstrucción económica, primero en Europa occidental y más adelante en Japón, así como en Correa del Sur y Taiwán. El razonamiento era obvio: ¿qué sentido tenía contar con una arrolladora superioridad productiva si el resto del mundo era incapaz de reunir una demanda efectiva? Más aún, la reconstrucción económica ayudó a crear obligaciones clientelares de parte de las naciones que recibían ayuda de Estados Unidos; esta idea de obligación alentó la disposición para entrar en alianzas militares y, lo que es aún más relevante, en subordinación política.
Por último, no se debe subestimar el componente ideológico y cultural de la hegemonía estadunidense. El periodo inmediatamente posterior a 1945 bien pudo ser el punto más elevado de la popularidad de la ideología comunista en la historia. Hoy olvidamos con facilidad los cuantiosos votos que obtenían los partidos comunistas en las elecciones libres realizadas en países como Bélgica, Francia, Italia, Checoslovaquia y Finlandia, por no mencionar el apoyo que reunieron los partidos comunistas en Asia -en Vietnam, India y Japón- y por toda América Latina. Sin contar áreas como China, Grecia e Irán, en donde las elecciones libres siguieron estando ausentes o limitadas, pero en donde los partidos comunistas gozaron de un atractivo muy difundido. En respuesta, Estados Unidos apoyó una gran ofensiva ideológica anticomunista. En retrospectiva, esta campaña parece en buena medida exitosa: Washington blandió su papel como dirigente del "mundo libre" con la misma eficacia al menos con la que la Unión Soviética blandió su posición como dirigente en el campo "progresista" y "antimperialista".
El éxito de Estados Unidos como poder hegemónico en la etapa de la posguerra creó las condiciones del deceso hegemónico de la nación. Este proceso se engloba en cuatro símbolos: la guerra en Vietnam, las revoluciones de 1968, la caída del Muro de Berlín en 1989 y los ataques terroristas de septiembre de 2001. Cada uno de estos símbolos se fueron montando uno encima del otro hasta culminar en la situación en la que Estados Unidos se ve hoy: una superpotencia solitaria que carece de verdadero poder, un dirigente mundial al que nadie sigue ni respeta y una nación peligrosamente a la deriva en medio de un caos global que no puede controlar.