Usted está aquí: domingo 11 de septiembre de 2005 Espectáculos Oficia Omar Sosa ceremonia mística con tintes del Caribe y la costa africana

El Teatro de la Ciudad se llenó de espléndidas improvisaciones y diálogos musicales

Oficia Omar Sosa ceremonia mística con tintes del Caribe y la costa africana

FERNANDO CAMACHO SERVIN

Ampliar la imagen Omar Sosa sacudi�los asistentes al Teatro de la Ciudad con su sincretismo musical. Aqu�en foto de archivo FOTO Francisco Olvera Foto: Francisco Olvera

No se sabe si Omar Sosa era muy listo cuando niño, pero ahora, parafraseando a Charly García, toca el piano como un animal. Sucede que el músico cubano, durante su presentación la noche del viernes pasado en el Teatro de la Ciudad, exhibió sin pudor la forma en que olfatea las cadencias, juega con los ritmos y ataca el piano lo mismo con fuerza que con dulzura.

El recital intermedio del ciclo de jazz Contemporánea en vivo era tal vez el más esperado por la posibilidad de ver a varios pianistas en el cuerpo de uno, como el poeta de las múltiples personalidades: el hacedor de éxtasis, el oficiante de misas, pero también el de las cosas sencillas, de la nota solita en el momento justo.

Detrás de sus dos músicos acompañantes, Omar entró al escenario como todo un pai de santo, con túnica y gorro blancos, vela roja en mano, en un ambiente cargado de incienso. Dedicó un brindis de luz al público, sacudió la cinta roja que llevaba al cuello y tomó posesión del piano.

Durante el concierto, Sosa dejó ver la cantidad de influencias musicales que lo han definido. Oírlo fue irse volando a Camagüey, husmear en la ventana de alguna casa, luego llegar a la costa árabe de Africa con el aire lleno de sonidos y olores, y luego volver otra vez al Caribe, pasando por Barcelona.

Lo acompañaron el tunecino Dhafer Youssef, en la voz y oud, y el percusionista mexicano Armando Martell, quien ocupó el lugar de Miguel Angá Díaz, porque no pudo llegar a México por cuestiones aún no aclaradas de "fronteras y pasaportes".

Con una acústica excelente, salvo algunos ajustes de sonido al inicio, el Teatro de la Ciudad vio los alardes de improvisación de los tres músicos. Fueron del beat jazzeado al arrebato afro, frenético y juguetón. Siguieron así por un buen rato hasta que se acordaron súbitamente de que estaban siendo espiados por varias decenas de personas.

A partir de ese momento, la comunicación con el público se dio más. Con el lamento profundo de Dhafer, definido por Sosa como "la voz de Dios", el lugar se convirtió en un inmenso minarete para llamar a oración.

El concierto no fue, en efecto, una constante descarga rítmica afrocubana -aunque ese elemento siempre estuvo presente- sino la creación de una atmósfera más intimista, religiosa, por momentos onírica.

Queda claro que Omar es un músico intuitivo. Hace lo que siente cuando lo siente necesario. Posa, juega, se olvida del escenario, coquetea con los músicos, se ríe a gritos y con la boca llena de verdad.

A final de cuentas todo concierto es una ceremonia, y esta fue de sincretismos. Casi para concluir las dos horas de música, con canciones de Mulatos, su más reciente disco, el reverendo Sosa exige al público que lo siga en un mantra africano. ¡Oromaye oku!, ¡oromaye oku!, se puede oír a través de la lluvia que limpia la noche del Centro Histórico.

 
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