Mundos fantásticos y demasiado reales en Toronto
Ampliar la imagen El actor Elijah Wood durante la presentaci�e Everything is illuminated, en Toronto FOTO Ap Foto: Ap
Toronto, 12 de septiembre. Muy pocos son los realizadores que rompen con el tono predominantemente naturalista del cine para crear un universo totalmente artificial. Con un notable antecedente en el cine de animación, los hermanos Timothy y Stephen Quay han aportado en The piano tuner of earthquakes (El afinador de pianos de terremotos) la película más bella que Raoul Ruiz nunca ha conseguido dirigir. Basado levemente en la mágica novela La invención de Morel, de Bioy Casares, este relato fantástico se centra en el triángulo amoroso entre un científico posesivo, una resucitada cantante de ópera y el afinador epónimo que la ama, aunque en realidad el argumento es lo de menos.
Mediante una exquisita elaboración formal, que contiene algunas tétricas escenas animadas, la película se desenvuelve como un enigmático sueño con ribetes de pesadilla. Esa riqueza visual contiene referencias a pintores y cineastas, mientras los diálogos, intencionalmente presuntuosos y pronunciados con acento español, provocan más desconcierto que aclaran la intriga. No sorprende que Terry Gilliam sea el productor ejecutivo: es su mero mole, sólo que sin el recargamiento excesivo que vuelve fatigosas algunas de sus realizaciones.
En un registro fallido de la propuesta antinaturalista está la argentina Monobloc, segundo largometraje del porteño Luis Ortega, que bajo la obvia y mal asimilada influencia de David Lynch pretende crear un mundo extraño, donde tres mujeres -madre, hija tullida y madrina- pasan el tiempo enfrascadas en discusiones banales que deben ocultar algún trasfondo existencial. El resultado no puede ser más árido y pedante. Al parecer, no soy el único con esa opinión: al final de su proyección de prensa, tantos espectadores habían abandonado la sala que estaba prácticamente vacía.
En cambio, la española 7 vírgenes nos regresa a la norma realista con otra descripción urbana de jóvenes delincuentes (andaluces en este caso). Dirigida por Alberto Rodríguez, la cinta sigue las actividades básicamente delictivas de un adolescente recién salido del reformatorio, justo a tiempo para asistir a la boda de su hermano. La conclusión inevitable es que esos personajes barriobajeros no tienen mucho futuro. Rodríguez hace aceptable la enésima repetición de los mismos temas, porque filma con agilidad y hasta elegancia a un reparto de simpática desenvoltura.
La forma más exagerada de realismo es ese género, cada vez más recurrente, del falso documental. En Brothers of the Head, los otrora documentalistas Keith Fulton y Louis Pepe imaginan la trágica historia de un par de hermanos siameses, manipulados a formar un sensacionalista grupo de rock inglés a mediados de los años 70. Por supuesto, hay muchos conflictos -uno de los hermanos es provocador y agresivo, el otro tímido-, pero no dan para sostener el largometraje. A pesar de algunas buenas ocurrencias -Ken Russell es entrevistado pues, se supone, intentó filmar la biografía ficticia de los personajes- la película se agota en sus constantes escenas del grupo tocando en vivo.
Una de las tradiciones perdidas de Toronto ha sido el complejo Uptown, una rareza que aún albergaba una de esas salas gigantes que se construían antaño y resultaba muy práctica para los asistentes al festival. El pretexto para derrumbarla fue no contar con rampas para las sillas de ruedas de los discapacitados. En su lugar no se construyó una múltiplex de ocho o 10 salas, sino que el amplio espacio fue destinado para otros negocios. La transacción debió haber sido bastante más redituable.