A cuatro años
El 11/S de 2001 tuvo consecuencias dramáticas para la humanidad. La masacre vino como caída del cielo a Bush II al proporcionarle la justificación para iniciar un ciclo de guerras coloniales y cercenar derechos constitucionales en casa invocando mentiras que muchos en Estados Unidos creerían al pie de la letra. Hasta ese momento el futuro líder mundial de la llamada guerra contra el terrorismo era un gobernante a la defensiva, cuestionado por el fraude electoral que lo llevó a la presidencia. Sin embargo, ya había mostrado claramente su estrecho compromiso con las grandes corporaciones y su desprecio olímpico por el género humano al negarse a ratificar el Protocolo de Kyoto, rechazar el tratado sobre armas biológicas y el Tribunal Penal Internacional.
El 11/S permitió a los neoconservadores, situados en puestos clave de la política exterior y de guerra del imperio, hacer avanzar velozmente su agenda de dominio mundial resumida en el Proyecto para un Nuevo Siglo Estadunidense. Elaborado desde 1997 por James Wolfowitz, este proyecto contó desde el principio con el patrocinio de Richard Chenney y Donald Rumsfeld, actuales vicepresidente y secretario de Defensa, así como de Jeb Bush, gobernador de Florida y hermano de George W., entre otras luminarias de la elite estadunidense.
El proyecto propone la reinstauración del concepto nazi de "guerra preventiva" contra los denominados regímenes parias(aquellos que no se supeditan o no convienen a los intereses de Estados Unidos) o contra potencias eventualmente competidoras, así como el control militar de las regiones del planeta ricas en petróleo, gas, agua y otros recursos de importancia estratégica.
Con palabras más escogidas, el borrador de Wolfowitz está contenido en su esencia en la Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos aprobada por Bush en 2002. Todo esto explica que después del 11 de septiembre, lejos de buscar una solución verdadera al terrorismo basada en el derecho internacional y con el concurso de la Asamblea General de la ONU, Washington prefiriera apelar ilegalmente a la fuerza, auxiliado por una camarilla de incondicionales como Blair, Aznar y otros cipayos de menor monta.
Esta Santa Alianza procedió a arrasar con Afganistán, uno de los países más pobres y sufridos de la Tierra, que había padecido ya una serie interminable de conflictos bélicos. La jugada permitió a Bush y sus socios petroleros situar bases militares sobre los ricos yacimientos de hidrocarburos del mar Caspio, amenazar a Rusia -también pletórica en esos recursos- y poseer la llave de la que China e India proyectaban surtirse de la energía que necesitan desesperadamente. Pero faltaba hacerse de Irak, el objetivo más prioritario en el borrador de Wolfowitz, que, como hemos conocido después, estaba en la mira de Bush desde que llegó a la presidencia y ordenó poner al día los planes para conquistarlo.
No ha de extrañar que poco después del 11/S iniciara la campaña de mentiras sobre las armas de destrucción masiva y la supuesta amenaza que el país medioriental significaba para Estados Unidos. La invasión a Irak ha significado la pérdida de decenas de miles de vidas de su población civil, la destrucción de lo que quedaba de su infraestructura y de uno de los patrimonios culturales primigenios de la humanidad. Por eso estimuló un gran sentimiento antiestadunidense en el mundo árabe y musulmán, al soltar a la vez las manos al carnicero Sharon.
El terrorismo de Estado aplicado en gran escala hizo crecer como nunca antes el terrorismo de signo contrario, que ya ha tocado a las puertas de Madrid y Londres. Este clima bélico fue utilizado también por Washington para aumentar su presencia militar en América Latina y recrudecer la hostilidad contra Cuba y Venezuela.
La aventura militar en Afganistán y la antigua Mesopotamia ha demostrado que Estados Unidos puede ocupar países con su tecnología militar pero es incapaz de gobernarlos. Bush no imaginaba que toparía en Irak con una resistencia como la que se ha levantado después que declaró, victorioso, el fin de las operaciones militares. Las constantes bajas estadunidenses han hecho que su popularidad caiga como un plomo en los últimos meses y únicamente un milagro mercadotécnico podría revertir esta tendencia cuando tantos dedos en Estados Unidos apuntan hacia el emperador como el máximo responsable de la tragedia de Nueva Orleáns. Y a todas estas, ¿dónde está el viejo amigo Osama?