Usted está aquí: jueves 15 de septiembre de 2005 Opinión El infierno de Bagdad

Editorial

El infierno de Bagdad

En una de las jornadas más cruentas de la guerra que inició el gobierno de George W. Bush en Irak, cerca de 150 personas murieron en ese país y otros cientos resultaron heridas en una ola de atentados terroristas (seis, según el Pentágono; 11, a decir de la cadena qatarí Al Jazeera) perpetrados en su gran mayoría contra estamentos pobres de la población chiíta. Otros 17 individuos pertenecientes a ese sector de la población fueron asesinados a balazos en un poblado cercano a Bagdad.

La cadena demencial de ataques es injustificable y condenable, sin duda alguna, en la medida en que los objetivos escogidos no fueron las fuerzas de ocupación y sus subalternos paramilitares locales, sino iraquíes anónimos e inocentes que buscaban trabajo, transitaban por la calle o se encontraban en mercados.

Esta violencia desbocada resulta ya parte de la vida cotidiana del Irak ocupado y, para vergüenza del mundo, noticia corriente, habitual y cada vez menos llamativa en los medios internacionales. Todos los días se registran, en Bagdad y otros puntos del territorio iraquí, enfrentamientos en los que mueren civiles, ya sea a manos de los terroristas o como resultado de los ataques indiscriminados de las fuerzas ocupantes.

Cada vez que ocurre una carnicería como la de ayer, o incluso de menor magnitud, no faltan comentaristas que evocan el "riesgo de una guerra civil" entre sunitas y chiítas, pretendiendo ocultar, con ello, que la guerra está instalada en el sufrido país árabe desde marzo de 2003, cuando la Casa Blanca inició allí su labor de destrucción, saqueo y ocupación. Pero, pese a los alegatos de Washington, Londres y sus aliados menores sobre los supuestos "avances" en la "normalización" de Irak, es evidente que esa nación está sumida en el descontrol y en el caos, que las fuerzas estadunidenses y sus empleados iraquíes pasan la mayor parte del tiempo cuidándose a sí mismas, vigilando la integridad de los pozos petroleros y de las instalaciones que resultan estratégicas en el plan de dominación estadunidense o lanzando ataques criminales contra poblados en los que presuntamente operan los "terroristas", término que pone en una misma categoría a los autores de la matanza de ayer y a las facciones de la resistencia nacional que pugnan por expulsar a los invasores.

Pero, de acuerdo con la Convención de Ginebra y hasta con el sentido común, la responsabilidad por la seguridad de los habitantes de un territorio ocupado recae en los ocupantes. El gobierno estadunidense, autor intelectual y material de la desestabilización, la devastación y el sometimiento actuales de Irak, tiene, en esa medida, una culpa insoslayable en la cruenta proliferación de ataques dinamiteros y en la pavorosa destrucción de vidas humanas que tiene lugar, todos los días, en esa nación árabe.

El gobierno de Bush ha perdido ­si es que llegó a tener alguna­ cualquier capacidad de control militar del territorio iraquí, y su margen de acción política interna se estrecha en forma progresiva, tanto ante la sociedad estadunidense como frente a la clase política de Washington. Las mentiras fabricadas para justificar la guerra son, hoy, tan insostenibles como el constante flujo de ataúdes con cuerpos de soldados estadunidenses muertos en la aventura colonialista.

Ante el continuado y hasta creciente derramamiento de sangre, es más necesario que nunca que la opinión pública del país vecino y la internacional, así como los gobiernos aliados de Washington, presionen para una retirada incondicional de las tropas estadunidenses, como un primer paso para poner un alto a las muertes y dar margen a un proceso de negociación y paz, auspiciado y dirigido por los organismos internacionales, en Irak.

 
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