Usted está aquí: domingo 18 de septiembre de 2005 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Contar el dolor

Somos esclavos del calendario. A la vuelta de sus hojas o en el espacio que ocupa el número correspondiente a cada día, los recuerdos esperan el momento de materializarse. En desorden, alterados por el transcurso del tiempo, reaparecen envueltos en la luz, la atmósfera, los rumores de un momento preciso.

Mañana es 19 de septiembre. Su proximidad nos remite inevitablemente a lo vivido el mismo día de 1985: terror, desconcierto, silencio. El vigésimo aniversario detiene nuestros relojes en las 7:19 de la mañana, hora en que dos minutos de temblor al mismo tiempo oscilatorio y trepidatorio bastaron para destruir parcialmente la ciudad, para enajenarla de sí misma, arrebatándole o dañando sus puntos de referencia, que eran también claves de nuestra vida: Tlatelolco, el hotel Regis, Salinas y Rocha, avenida Chapultepec, Plaza de la República, San Camilito, Anillo de Circunvalación, el conjunto Pino Suárez, Vallarta, el Centro México, el multifamiliar Juárez, Tepito, la Roma, la Guerrero, la Morelos...

Del yo al nosotros

Las declaraciones oficiales intentaron minimizar los alcance de la tragedia. Ese discurso se desmoronó contra el peso de una realidad vista y vivida por todos. En la ciudad oscurecida e incomunicada la crónica fluyó de boca en boca, luego a través de los radios de transistores. Tenaces, los periodistas rastrearon las huellas de la muerte, el esfuerzo espontáneo y solidario por salvar vidas. Fotógrafos y camarógrafos captaron instantáneas del dolor, secuencias que describían la angustia de la búsqueda, el ansia por encontrar respuestas en medio del silencio.

Estremecidos por los terremotos, sin darnos cuenta, en el improvisado camino de la desgracia a la solidaridad saltamos del "yo" al "nosotros". En esas horas todo fue de todos: el miedo, el dolor, la incertidumbre, la búsqueda, la esperanza. De la mano, hombro con hombro, nos dimos fuerzas para recorrer la ciudad inscrita ya para siempre en el pasado. Las calles rotas, erizadas de vidrios, asfixiadas de humo y polvo quedaron en silencio: después se inundaron de gritos, pasos, llantos, rezos, sirenas, cláxones, campanas.

El silencio y el caos

En casas y edificios los techos se desprendieron, las paredes se desmoronaron, los pisos se hundieron, tinacos y tanques de gas estacionarios volaron desde las azoteas arrasando cuanto encontraban a su paso. Bajo las ruinas quedaron sepultados el espanto, la desesperación, el dolor, la soledad, la muerte; inmenso y oscuro silencio.

Las puertas y ventanas que habían protegido la vida doméstica fueron desprendidas o arrancadas de cuajo por la violencia de los sacudimientos. Entre los escombros de las habitaciones descubrimos muebles, prendas, utensilios domésticos, retratos, cuadernos, iniciales. Cada uno de esos objetos nos contaba, desde el caos, fragmentos de una historia familiar mutilada o deshecha.

A través de huecos y grietas descubrimos también condiciones de vida infrahumanas, esclavitud, sistemas de explotación que desconocíamos o pretendíamos ignorar. La mirada de un instante desactivó para siempre los mecanismos de nuestra indiferencia.

Escrito en el aire

Treinta y seis horas después, al anochecer del 20 de septiembre, sufrimos otro sacudimiento aterrador. La vulnerabilidad de la metrópoli más grande del mundo volvió a hacerse evidente. Esta certidumbre multiplicó nuestros temores.

Ante la posibilidad de perder las mínimas conquistas logradas en años de sacrificios y trabajo, muchos capitalinos, aun con riesgo de su vida, decidieron permanecer junto a sus ruinas para montarle guardia a su mínimo patrimonio. Otros, aterrorizados por las posibles consecuencias de permanecer en edificios y casas dañadas -antes por la incuria, la sobrexplotación y la miseria de siglos que por los terremotos- huyeron hacia el sur de la ciudad, se refugiaron en sus automóviles o convirtieron calles, jardines y camellones en dormitorios: su techo fue un cielo incomparablemente bello y estrellado.

Lo vivido en dos jornadas pavorosas muy pronto se transformó en relato colectivo. En cualquier parte nos deteníamos para contarnos nuestro dolor por los muertos, nuestras experiencias, nuestra historia familiar, nuestra desolación, nuestra nostalgia por lo perdido, nuestra incertidumbre, nuestro temor de que a un paso del presente sólo estuviera el vacío.

Nos convertimos en cronistas de las hazañas realizadas por voluntarios y grupos de rescate; elogiamos el valor de los perros, la sabiduría de las aves, que advirtieron el peligro segundos antes que nosotros. Nos dimos tiempo para recordar los ruidos y movimientos con que los pequeños objetos de la casa -candiles, trasteros, sillas, cortinas- acompañaron nuestro desconcierto la mañana del 19 de septiembre.

En los relatos que intercambiábamos no faltaron las alusiones a mensajes y presencias de ultratumba escuchados o sentidos en los días anteriores al terremoto. En la ciudad herida y sembrada de cadáveres resonó la voz de los muertos. Junto a hombres y mujeres afantasmados por el dolor de las pérdidas, desfilaron los espectros de siempre: La Niña Llorosa, El Anciano de la Capa, La Mujer de Blanco, El Decapitado.

El afán por contarnos la vida era, más que un desahogo, un recurso para suavizar la realidad colocándola en el terreno de lo ficticio, para fortalecer nuestra condición de sobrevivientes, para lograr lo que entonces parecía imposible: reconstruir y ordenar nuestro mundo.

Los damnificados de siempre

Las palabras triunfaron en las calles incendiadas y rotas donde floreció la solidaridad. En voz alta fuimos escribiendo, al paso de las horas, en la memoria colectiva, el diario de una comunidad herida y transformada por los terremotos.

Al pie de las imágenes que lo ilustraran están nuestros recuerdos. Cada quien conserva los suyos. Hoy el calendario nos dice que es el momento de evocarlos. Este ejercicio de memoria nos permitirá volver a los lugares perdidos para siempre, rencontrarnos con los seres que nunca volverán; pero también nos recordará que en azoteas y sótanos, en el submundo de la ciudad, siguen viviendo los damnificados de siglos, las víctimas de siempre.

Katrina, en su paso devastador nos mostró el rostro de otras víctimas y, en las circunstancias en que las sorprendió la muerte, nos dejó adivinar su historia. Escrita desde el abandono y la miseria, esta historia es semejante a la de quienes sucumbieron en nuestro país durante los terremotos de 1985. Para todos, un mismo camposanto; por todos, una misma protesta.

 
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