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19 de septiembre de 2005 |
CUANDO EL ESTADO SE VA DE VACACIONES
Víctor M. Godínez Excepto si usted es un potentado político o económico (y hay quienes reúnen en su persona esta doble condición), habrá notado cómo, para las gentes simples, la vida cotidiana en nuestras ciudades se degradó de manera extrema en el transcurso de unos cuantos años. Las más elementales normas de la convivencia civilizada tienden a desaparecer. Basta salir a la calle para comprobar que en ellas priva la tesis de una de las fábulas de La Fontaine, de acuerdo con la cual la ley del más fuerte y del más audaz siempre es la mejor. Y si no es la mejor, en los hechos es la única que vale incluso cuando llega a contradecir las normas establecidas en el régimen jurídico vigente. No me refiero a los grandes delitos ni a la llamada delincuencia organizada, sino a ciertos comportamientos, digamos "menudos", que han enraizado de manera tan profunda en los ciudadanos comunes que terminaron por convertirse en reglas admitidas por casi todos, incluidos los mismos representantes del Estado de derecho. Dígase si no es eso lo que pasa cuando un grupo de vecinos decide cerrar una vía pública, colocando alambrados, barreras y un puesto de control en el que el empleado de una empresa privada de seguridad es habilitado con una autoridad similar a la de un agente migratorio, para impedir el libre tránsito que en principio todos tenemos garantizado en el texto constitucional. Esta decisión privada no sólo atenta contra un derecho, sino que también equivale a una expropiación de espacios públicos por particulares. Los reglamentos de las grandes zonas metropolitanas del país prohíben el estacionamiento de vehículos en varias de sus calles y avenidas. No importa, pues de todas maneras los automovilistas aparcarán ahí sus coches. Y en muchas calles lo harán incluso formando dobles y hasta triples filas. Que esto contribuya a hacer todavía más caótico el tráfico citadino tampoco importa: quienes así procedieron resolvieron su problema personal. Ignoro si lo que sigue ocurre en otras ciudades de la República, pero es un hecho que en el Distrito Federal los semáforos tienden crecientemente a convertirse en un (dudoso) adorno urbano. Es de mal gusto respetarlos. De acuerdo con mis modestas observaciones de campo, hay una fuerte correlación entre la marca y el modelo del vehículo y la no observancia de la señal roja por parte del conductor: mientras más caro y nuevo sea su auto, menos obligado se sentirá de observar tan obsoleta regla. Y no hablemos de los conductores de peseros, muchos de los cuales carecen de permisos de conducir, y cuyas tropelías y temeridades viales son legendarias. Aunque a decir verdad, lo es mucho más la impunidad con que las cometen. ¿Y qué decir de los guaruras, esos personajes que ya forman parte inseparable del paisaje vial de nuestras grandes ciudades y cuya misión es crear a toda costa espacios exclusivos a sus patrones, que casi siempre son gentes poderosas, adineradas, muy importantes, y que merecen no ser molestadas por la enfadosa proximidad de miles de simples ciudadanos que tienen la osadía de conducir por la mismas calles sus propios automóviles? La osadía o la desgracia, pues estos señores son profesionales del atropello y la arbitrariedad sobre los otros, y la única ley que en verdad reconocen es la de sus amos, que por regla general están ubicados en lo alto de la pirámide del poder y la impunidad. Todos estos comportamientos, y muchos otros, forman parte ya de la normalidad. Los aceptamos y los practicamos. Son las reglas informales del juego que están sustituyendo a las reglas formales. Pero no son legales. Según el caso, constituyen delitos o faltas reglamentarias y administrativas flagrantes. Su generalización son una evidencia contundente de algo terrible en un régimen de derecho: son una prueba de que el Estado, cuyas instituciones deben garantizar la vigencia y la aplicación de la ley, hace mucho tiempo que está de vacaciones § |