Reconstruir
Reconstruir se ha convertido en el signo de la presidencia de George W Bush. Hay cuatro rasgos que enmarcan ese propósito, que empata con su convicción de encabezar a la nación modelo y fuente privilegiada de autoridad en el planeta.
Primero, reconstruir el mundo a la imagen y semejanza de la democracia americana tal y como se concibe desde el más estrecho círculo del poder económico e ideológico que rodea al presidente, el de los llamados neoconservadores.
Este empeño ya existía desde hace años en los planos políticos diseñados por personajes como Rumsfeld, Wolfowitz -ahora a la cabeza del Banco Mundial-, Richard Perle -fuente de inspiración de los halcones del Pentágono- y por un amplio grupo ubicado en varios de los muy influyentes think tanks de esa filiación ideológica. Pero se activó de modo decisivo luego del ataque del 11 de septiembre de 2001 con las invasiones de Afganistán e Irak.
Los resultados en ambos casos son muy malos; ni la salida de los talibanes y la posterior elección del gobierno de Karzai, ni la caída de Saddam Hussein provocada por una ocupación sustentada en la mentira de las armas de destrucción masiva y la creación de un nuevo gobierno, han logrado recomponer esas sociedades y hacer del Medio Oriente una región más estable. En ambos países se advierte un desgaste de la estrategia política y militar cuyo horizonte es cada vez más difuso y que empieza a generar una reacción adversa entre la población estadunidense.
Una segunda empresa reconstructora es la que atañe a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que celebró su 60 aniversario con la asistencia de gran número de jefes de Estado y de gobierno. Por el carácter de los discursos pronunciados y la imagen que proyecta el secretario general, Kofi Annan, reconociendo el fracaso de la reforma planteada para esa institución, se desprende un entorno de gran incertidumbre para la ONU.
A esa situación contribuyen las señales que manda Bush por medio de su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y, sobre todo, con la designación de John Bolton como embajador a pesar de la resistencia del Congreso para su nombramiento. El multilateralismo está igualmente en cuestionamiento, por ejemplo, en las áreas del comercio como seguramente se pondrá de manifiesto en la reunión de la Organización Mundial de Comercio que se realizará a finales de año, o bien en la persistente negativa de la administración Bush para aceptar las medidas relacionadas con la protección del medio ambiente del Protocolo de Kyoto.
No menos relevante para el gobierno de Bush es la recomposición de la Suprema Corte luego de la muerte del juez en jefe William Rehnquist, que ocupó el puesto durante 19 años. Para ello ha nominado a John Roberts, quien ya había sido propuesto hace unas semanas para sustituir a la magistrada Sandra O'Connor, quien anunció su retiro.
La posición por la que opta Roberts es de gran relevancia en la sociedad estadunidense, pues es mucha la autoridad del Poder Judicial en asuntos civiles y políticos. Al respecto se hacen ahora críticas fuertes sobre los jueces que componen la Corte, por lo que se percibe no sólo como muestras de rígidas posturas ideológicas sino, sobre todo, como el creciente distanciamiento de sus miembros del modo en que funciona realmente de la sociedad estadunidense, lo que ha llevado a caracterizar su operación como si fuese a control remoto (al respecto puede verse el ensayo publicado en la edición de septiembre de la revista The Atlantic Monthly).
Roberts podría ser juez en jefe durante mucho tiempo, lo que significa que Bush puede ahora definir el carácter de la Suprema Corte de manera decisiva y como una marca de muy largo plazo de su visión conservadora. Esta cuestión se fortalece por el hecho de que deberá llenar dos lugares de la Corte, lo que no ocurría a un presidente desde 1971.
Finalmente en este recuento está la devastación de Nueva Orleáns por el huracán Katrina, que significó también un fuerte golpe político para Bush. La destrucción material es inmensa y no abarca sólo la infraestructura de la ciudad, sino la zona de los pantanos, la costa y los diques del lago Pontchartrain, sin lo que es imposible reconstruir de modo duradero. El presidente ha anunciado que este proyecto podría costar 200 mil millones de dólares.
Una obra de esta magnitud involucra, por supuesto, enormes recursos financieros y materiales, sobre lo cual los contratistas privados ya estarán haciendo cálculos de rentabilidad, como ocurrió en Irak y entre los cuales no faltará, sin duda, Halliburton y los oficios del vicepresidente Cheney.
Pero también se requiere de una concepción acerca del entramado social de una ciudad que ha perdido la mayor parte de su población, predominantemente negra y pobre. La prensa no ha podido dejar de exponer en las pasadas tres semanas las condiciones de pobreza, degradación y violencia que prevalecían en Nueva Orleáns, pero hasta cierto punto ha prevalecido en muchos comentarios una visión idílica de esa ciudad con su barrio viejo, su música y sus restaurantes. La ciudad que atraía tanto turismo y que tenía una personalidad única en ese país estaba en realidad cercada. ¿Cómo será la próxima Nueva Orleáns surgida de los planes del gobierno de Bush y sus asesores?