Nueva Orleáns e Irak
En los últimos cuatro años presencié en Estados Unidos dos acontecimientos gravísimos, causantes de muchas muertes y destrucción, uno de ellos provocado por la mano humana -el ataque contra las Torres Gemelas- y otro natural, el huracán Katrina, que acaba de destruir la ciudad de Nueva Orleáns. Más allá de la dimensión de ambas tragedias, esos dos acontecimientos parecieran no tener algo en común. Pero las apariencias engañan. En primer lugar, ambos revelan -cada cual a su modo- las enormes fragilidades de la seguridad interna del país más rico y poderoso del mundo. Al contrario de lo que se afirma, estos acontecimientos fueron previstos, y con detalle. Los informes secretos de la CIA anticipaban un inminente ataque con ribetes trágicos contra Nueva York por la red Al Qaeda, usando la aviación civil. Del mismo modo, son muchos los informes de varias agencias de protección civil que en los últimos años llamaron la atención sobre la necesidad de reforzar los diques de Nueva Orleáns, evitar la erosión de los pantanos y prever acciones de evacuación en gran escala.
En el caso de Nueva Orleáns la falta de previsión fue particularmente grave debido a que, todavía el año pasado, el gobierno redujo en cerca de 50 por ciento el presupuesto del Cuerpo de Ingenieros encargado de la infraestructura de protección de la ciudad. En segundo lugar, las acciones del gobierno estadunidense en estas catástrofes revelan algunos trazos comunes, igualmente inquietantes para los ciudadanos de Estados Unidos. La respuesta a los atentados de Nueva York fue la invasión de Afganistán, seguida por la de Irak. La eficacia (para no hablar de la justificación jurídico-política) de estas medidas está dramáticamente puesta en tela de juicio. La mayoría de los estadunidenses no se siente hoy más segura y piensa que el presidente George W. Bush les mintió cuando justificó la invasión de Irak por la existencia de armas de destrucción masiva y la inminencia de su uso contra Estados Unidos. Esta convicción va seguramente a pesar todavía más después de la patética confesión de Colin Powell de que se mofó (del Consejo de Seguridad y del mundo) cuando mostró en Naciones Unidas armas que no existían, por lo que considera ahora ese discurso como una negra mancha en su carrera política.
En lo que respecta a la tragedia de Nueva Orleáns, los estadunidenses están atónitos e indignados por la incompetencia e ineficacia de la respuesta gubernamental. ¿Cómo fue posible que millones de personas hayan tenido que esperar entre tres y cuatro días para ser evacuadas o recibir agua potable y alimentos, razón por la cual muchos murieron innecesariamente? Las comparaciones con tragedias ocurridas en otras regiones son inevitables. Cuando el tsunami asoló Asia, la ayuda llegó en 24 horas. Cuando el año pasado Cuba fue barrida por un violento huracán, el gobierno evacuó a más de un millón de personas sin que hubiese pérdidas humanas. Y, para muchos, el fantasma de Irak y la lucha contra el terrorismo vuelven a la superficie. El Wall Street Journal, conservador, se pregunta: ¿cómo es posible que una división de la fuerza aérea estacionada cerca de Nueva Orleáns, entrenada y preparada para trasladarse a cualquier parte del mundo en 18 horas, haya requerido varios días para llegar a la ciudad? ¿Cómo es posible que en un país con el ejército tecnológicamente más avanzado, las policías de diferentes localidades usen sistemas de transmisión incompatibles entre sí y no haya baterías de repuesto cuando falla la energía eléctrica?
El mismo periódico, en su edición del 9 de septiembre, informa que ya comenzó la carrera hacia el oro de los contratos millonarios para la reconstrucción de Nueva Orleáns y, para sorpresa de los ingenuos, las empresas contratadas por el gobierno son las mismas que fueron seleccionadas para reconstruir... Irak. Ocurre que el mercado es el que impone su ley alimentándose de la desgracia de los ciudadanos, con la misma lógica individualista y ciega con que las autoridades federales ordenaron la evacuación de la ciudad sin darse cuenta que 100 mil personas no poseían vehículos ni tenían un lugar a donde ir.
El modelo de sociedad que impulsa Estados Unidos y que la diplomacia y las fuerzas armadas de ese país quieren imponer al mundo, con el apoyo entusiasta del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, está hoy, más que nunca, desacreditado. El informe de Naciones Unidas sobre las desigualdad en el mundo, que acaba de salir, denuncia -con inusitada vehemencia- actos que los políticos y gobiernos conservadores prefieren ignorar: en el país más rico del mundo no existe un sistema nacional de salud y 40 millones de ciudadanos carecen de algún tipo de seguro; la mortalidad infantil tiende a aumentar desde 2000 y es hoy igual a la de Malasia, mientras que entre los negros de Washington DC su incidencia es más alta que la de los habitantes del estado indio de Kerala. La tragedia de Nueva Orleáns revela que en este modelo de sociedad, el Estado está cada vez menos dispuesto a garantizar el bienestar y la seguridad de los ciudadanos. Cuando los damnificados son, sobre todo, pobres y negros, como sucedió en este caso, esa indisposición se transforma en repugnante indiferencia. Ante estos hechos, la facilidad con que nuestras elites políticas se dejan seducir por este modelo de sociedad y de Estado no puede ser atribuido a la ignorancia: es producto de la mala fe y de la corrupción moral y política.
*Doctor en sociología del derecho por la Universidad de Yale; profesor titular de la Universidad de Coimbra
Traducción: Rubén Montedónico