Hormigas misteriosas
Hormigas de las rojas, muchas. A lo bestia. Un hervidero. El Land Rover guinda, que tan poderoso y rugiente nos había rebasado dos días antes desde su indiscutible superioridad tecnológica, casi ni se veía ahora. Mejor dicho, se encontraba inmóvil, cubierto en todos sus planos y ángulos por miríadas de hormigas que formaban una costra hirviente y rumorosa.
He visto marabuntas de verdad, y he tenido pesadillas; lo que veíamos no eran una cosa ni la otra, aunque su mera descripción dé para diagnosticar un delirium tremens grave o un mal viaje de mala tacha.
Orillado en el camino, las portezuelas abiertas, el cofre aún caliente, y ya con un aire de vestigio arqueológico. Como esos palacios del periodo clá-sico maya súbitamen- te abandonados por sus inquilinos monarcas a la ciega voracidad de la selva.
Adentro, en la cabina, el panorama era peor. Las hormigas se daban un festín. Lo que es que se le cruce a uno la abundancia, como le ocurría a esa multitud de irritantes seres fórmicos.
Recordé con cierto escalofrío a los arrogantes pasajeros del vehículo; su aspecto y estatura de corte americano. Rogelio había dicho son policías, y le creí. ¿Por qué no? Debían ser de primer nivel, enviados personalmente por el ministro del Interior o alguien así. Traían el encargo escrito en la frente.
Dos días atrás, los corpulentos tripulantes del Land Rover guinda se detuvieron en la brecha a filmar a cada uno de los campesinos que lo iban a bloquear con una concurrida protesta contra las perforaciones de la compañía, que habían aumentado de manera alarmante. Los del Land Rover hablaron poco y no ofrecieron explicaciones, aunque se las pedimos de buen modo.
Más tarde, cuando ya veníamos la gente en los camioncitos rumbo al crucero, que pasan a toda velocidad como dispuestos a chocarnos si no nos hacemos a un lado. Y hasta Cala dijo:
-Hijos de su pin...
-Cala, cuida la boca, no queremos nada con ellos- la interrumpió Rogelio.
Cala, no hallando qué hacer con las palabras sin pronunciar, asomó por la ventanilla y escupió algo oscuro.
Dos días y 300 kilómetros después fue que alcanzamos al Land Rover en poder de las hormigas. Hasta daba cosa. De ser una instalación hubiera enloquecido a los galeros del Soho y Berlín.
No era una instalación artística, sino un fenómeno de la naturaleza difícil de explicar. Los víveres y las ropas de los presuntos agentes especiales se esparcían de mala gana encostrados por el hormiguero, que se comportaba como si alguien hubiera derramado cubetadas de almíbar sobre el carro.
Al parecer, los pasajeros lograron escapar con sus aparatos y sus armas. En todo caso no encontramos ningún rastro.
Rogelio fue el primero en reponerse de la impresión y sugirió que esperáramos, que las hormigas iban a terminar pronto. Así fue. Entonces se retiraron, crujientes, espasmódicas, organizadas, ahítas.
El vehículo, de fabricación británica, quedó intacto, mineral, reluciente como si le acabaran de dar un wash. De una patada cerré la portezuela del conductor, y Esperanza hizo lo mismo con la del lado derecho, no tanto por otras probables hormigas (ya no quedaban ni migajas que aprovechar) sino por las lluvias.
-Nadie toque nada- ordenó Rogelio.
Inquietos y atónitos reanudamos el camino. El Land Rover quedó allí, "tirado" como decimos, vacío, aliviado de detritus y almíbares, arqueológicamente puro, sin huellas dactilares ni cabellos con ADN rastreable. Materia inútil para los detectives, en caso de que llegara alguno a averiguar qué fue de los tres agentes confidenciales que dispresó el susto.
A la semana llegaron policías de caminos a inspeccionar muy superficialmente el vehículo abandonado.
Tuvieron que arrastrarlo con grúa, porque la computadora del motor se desprogramó o algo así. Unos ingenieros llegaron en helicóptero. Fue un lío para ellos, aunque según la versión de los del pueblo vecino no lucían preocupados sino más bien molestos, con ganas de terminar cuanto antes y echar tierra sobre el asunto.