Criollismo
Por ocio o por curiosidad, las semanas pasadas me dediqué a reunir las versiones actualizadas de lo que hoy se entiende por "mexicanidad", "patria", "independencia", "nación", "héroe" y esas apelaciones que suelen desatar, ya extenuadamente, el ¡Viva México! del ritual mes de septiembre. Es obvio que sus significados distan mucho de los que se enarbolaban hace tan sólo 10 años. Han cambiado los iconos -Allende ya es un metro sexual-, los protagonistas -Iturbide, el despechado, ha regresado por la revancha-, las escenografías -las masas sublevadas, los tiros y las batallas se han esfumado, las suplen los aposentos tipo Camino Real y los jardines imperturbables-. Pero sobre todo, han cambiado las interpretaciones. Adscribir la capacidad de "interpretar" los espots oficiales y el lenguaje telegráfico de los conductores televisivos es, digamos, una simple barbaridad. Sin embargo, si se toma en cuenta que la pantalla chica se ha convertido en el único sitio donde la patria es todavía una alegoría sentimental, el sentimiento nacional se induce eficazmente a través de pedagógicas minifaldas y la identidad histórica cobra sentido popular en las tomas monográficas de los puños que forjaron una nación, no queda otra más que admitirlo. Del Ratón Macías a Julio César Chávez México sigue siendo la neta. ¿Por qué? Who knows?
La televisión no interpreta, decreta. Debe ser el equivalente a los sermones del siglo XVIII. Pero de este sermón de cada día se nutre precisamente la mirada codificada, ese estacionamiento de la reflexividad, que condiciona las identidades afectivas, morales y políticas del ciudadano con esa entidad cada vez más vasta, vaga y difusa que llamamos México.
De todos los historemas que reiteran, en 2005, la certidumbre del origen, la morfología de la cuna -las historias nacionales suelen relatarse como grandes símiles de metáforas del cuerpo biológico- y la raigambre de nuestras tradiciones, el que más se reitera es una apelación étnica, social y que marca límites, pasados y destinos: el criollo y su hazaña. (El próximo presidente panista, que retornará a Los Pinos en 2048, hará la última concesión al feminismo afirmando la distinción entre los criollos y las criollas.)
En su versión televisiva de 2005, México es, en esencia, la patria del criollo. El criollo es el origen (el nacionalismo criollo novohispano), el trayecto (ahora se habla de una cultura criolla) y el porvenir. A veces se olvida que nuestras representaciones del pasado no son tanto una continuación de las preguntas que nos acechan en el presente (¿qué es el presente?, con tan sólo nombrarlo ya es pasado), sino una proyección de las ilusiones/desilusiones que deponemos hacia el futuro.
La historia, la escritura de la historia, cifra, como diría Reinhart Koselleck en su texto sobre la semántica del tiempo, un futuro-pasado en cambio permanente. En el siglo XX, después de la Revolución Mexicana, la fábula del mestizaje ocupó el sitio central de este relato. Hoy ha sido desplazada por la épica (o mejor dicho: la falta de épica) del criollo. Alguna vez Octavio Paz escribió que "una sociedad se define no sólo por su actitud ante el futuro sino frente al pasado: sus recuerdos no son menos reveladores que sus proyectos". Acaso se podría agregar que lo que una sociedad dice recordar no es más que una proyección de sus visiones sobre el futuro transformadas en una gramática del pasado. Recordamos no el pasado -éste se halla reprimido, suprimido, es demasiado doloroso- sino las versiones posibles o imposibles del destino. ¿Un contradicción? Lo es, por supuesto. Pero de este material está hecho el ser humano.
El tema del criollismo es tan antiguo como la historia que se inicia hacia finales del siglo XVIII en Nueva España, cuando empiezan a surgir las primeras corrientes protonacionalistas, que fabricaron el ambiente político y cultural previo a la conmoción de 1810. Sólo destaco uno de sus aspectos más paradigmáticos.
En el siglo XIX, el mestizaje es un proyecto de futuro, no de pasado. Los liberales de la Reforma se propusieron desindigenizar al país (frecuentemente con métodos violentos). La Revolución Mexicana transformó este imaginario: el mestizaje se convirtió en una representación del pasado y el futuro a la vez. Pero esa representación se mantuvo -y se sigue manteniendo- confinada a la esfera del discurso oficial y las representaciones públicas. Debe haber muy pocos mexicanos que se sientan efectivamente mestizos. Por el contrario, lo que domina en las profundidades de la sociedad mexicana, en su subimaginario, es una pulsión hacia el criollismo. En cada familia, en cada entidad íntima, lo que se impone es esta pulsión. Es un subimaginario no dicho, no hablado, no reconocido. La contradicción es datable: en su imaginario, la sociedad mexicana se ha visto representada a través del relato del mestizaje; en su subimaginario, lo que domina es la pulsión hacia el criollismo. El criollismo no es una mentalidad de elites, es una identidad no escrita de la mayor parte de la sociedad. Sensibilidades como las de López Velarde y Juan Rulfo entendieron este desgarramiento identitario. Pero sólo ellos. Y como dice la canción más reciente del grupo Green Bay: "Wake me up when september ends".