Lecumberri y el archivo
Recientemente hemos escuchado, una vez más, acerca del peligro que corre la memoria del país que resguarda el Archivo General de la Nación (AGN), que ocupa el enorme edificio que fue la trístemente célebre prisión de Lecumberri, que con un avanzado concepto penitenciario se construyó a fines del siglo antepasado y que habría de ser conocido como el Palacio Negro, por los siniestros hechos que ahí solían suceder, causa de inumerables leyendas. Inaugurada en 1900 por Porfirio Díaz, su original arquitectura obedecía a los cánones europeos. El exterior es impresionante, totalmente cubierto de piedra almohadillada, con torreones en las orillas tipo castillo.
El interior, muy original, está conformado por filas de crujías que integran una estrella; tenía un torreón de vigilancia en el centro, que ahora ocupa un inmenso domo; la panorámica desde el corazón del edificio es impactante. El hierro y el ladrillo son los materiales predominantes, que le dan su personalidad decimonónica. En su construcción no se escatimaron gastos. Entre otras cosas, las celdas se forraron de placas de metal para evitar que los reos pudieran perforarlas y escapar.
Al paso de los años el edificio y su uso cayeron en el deterioro; en 1976 fue desalojado para trasladar a los presos a los nuevos reclusorios, diseñados con un novedoso concepto de readaptación social, que impulsó el jurista Sergio García Ramírez. Vacío el Palacio Negro, se pensó en demolerlo para borrar su triste memoria.
Estaban en esas deliberaciones, al mismo tiempo que se debatía sobre el destino del Archivo General de la Nación, que había tenido una trayectoria errátil, casi siempre en sitios poco adecuados. En ese entonces pareció que era una buena idea adaptar la vieja prisión, para que fuera la sede del archivo más importante de México.
Paradójicamente, las medidas de seguridad para los reos parecían resultar muy convenientes para la salvaguarda de los documentos; un ejemplo son las celdas prácticamente blindadas, que en caso de un incendio evitan que el fuego se pase a las demás y se pierdan todos los valiosos papeles.
Tras una restauración y acondicionamiento, que llevó a cabo el arquitecto Jorge L. Medellín a fines de los años ochenta del siglo XX, se inauguró el flamante Archivo General de la Nación en Lecumberri, cambiando la antigua imagen del imponente edificio, que ahora alojaba nuestra memoria histórica.
Ahora sabemos que cuando se tomó la decisión hubo voces calificadas que se opusieron, pero fueron más las que lo vieron con buenos ojos. El paso de los años demostró que los primeros tenían la razón, ya que su ubicación, a unos pasos del Gran Canal, del que se encuentra 80 centímetros más abajo, coloca al inmueble y su valioso contenido en grave peligro, en el caso del desbordamiento del pestilente cauce, que a cielo abierto saca de la ciudad los desechos de los capitalinos.
Según la opinión de los expertos esto no es tan remoto, ya que se sabe que existe un taponamiento en el emisor central del Drenaje Profundo.
Ese es sólo uno de los riesgos que acechan al archivo: en su dramático informe ante el Congreso, el director, Jorge Ruiz Dueñas, expuso que además se encuentra en una zona de alta resonancia por sismos, tiene daños estructurales debido al severo deterioro de la cimentación, hay contaminación por microorganismos, las instalaciones son obsoletas, insuficientes y existe riesgo de incendio. O sea que, como diría mi tía Cleofas: "la cosa está del cocol".
Comenta el director del AGN que requieren espacio para albergar ¡160 kilómetros lineales de documentos! Hay un total de 593 grupos documentales -675 millones de fojas-, entre ellos 115 instituciones coloniales; algunos han sido declarados Memoria del Mundo por la UNESCO. Además de documentos, custodia 70 colecciones fotográficas, con alrededor de 7 millones de imágenes, cerca de 64 mil videos y 64 millones de microfilmes de carácter genealógico.
El drama es que la Secretaría de Gobernación, de la que depende el AGN, no tiene dinero para realizar un cambio, así es que no queda más que rezarle a su santo favorito, los que sean creyentes, y los otros que crucen sus deditos, y si se organizan colectas, rifas, subastas o lo que sea, que todos cooperemos.
No queda más que ir a tomar un tequilita doble para menguar la pena, o una limonada bien cargada, si es abstemio, a La Unica de Guerrero, proverbial cantina que en el número 258 del eje de ese nombre, desde hace 33 años alegra el cuerpo y el alma con sus bebidas espirituosas y su abundante y sabrosa comida, que campechanea platillos de la cocina mexicana y de la española. Dos sabrosuras: el mole de olla de los jueves y el cabrito al horno.