El paraíso, o Adán y Eva
Graciela Iturbide, sin que en esto resida toda su originalidad, ha tenido varias vidas. Sucesivas, lo que parecería más o menos normal. Paralelas, lo que es más enigmático. De estas últimas, me parece al mismo tiempo la más secreta y la más reveladora su existencia de fotógrafa.
Oculta tras la cámara, su mirada levanta los velos y disfraces tras los que descubre, en sus fotografías, la apariencia esencial de los seres. Esa unicidad que permite distinguir a una persona, un animal, una planta, una cosa, de otra persona, otro animal, otra planta, otra cosa -y nos los hace inolvidables.
La cámara, la mirada de Graciela atrapa la forma, esa apariencia que se desvanece en el mismo instante en que aparece: la esencia no es sino eso.
He seguido la vida de fotógrafa de Graciela Iturbide desde hace ya 30 años siempre con asombro. La he visto tranformarse, pero no a causa de los años como nos sucede a todos.
No, Graciela posee el raro don de los camaleones que, instintivamente, adquieren colores, formas y texturas que les permiten confundirse con las plantas, las piedras, los muros, el paisaje a su alrededor donde se funden. Como si en lugar de que sus ojos de fotógrafa mirasen, y penetraran en lo hondo de lo mirado para extraer los unos cuantos signos que nos hacen creer en la comprensión de lo otro, lo mirado penetrase por sus pupilas convirtiéndola, durante esos instantes, en un espejo. Transfiguraciones momentáneas, cierto, pero que dejan sus huellas evanescentes, imágenes cada vez más borrosas de una cinta de celuloide expuesta a la luz.
Graciela fue, es aún a veces, ''Mujer ángel", ''Muerte novia", ''Magnolia", el vuelo de una parvada de pájaros, Francisco Toledo con un animal, ¿un perro murciélago?, alzado con su brazo derecho, un aire de familia entre ambos, ella misma transformada en luciérnaga, coleóptero incrustado en la tierra con los alfileres de la mirada del pintor entomólogo, un cielo límpido que invita al vuelo, sombra también entre las sombras de los cactos, sombra que se fotografía a sí misma en su caída, vuelo al abismo de la sepultura.
Tema recurrente, el escritor que escribe que está escribiendo, el pintor que se pinta pintando, no voy a copiar el inimitable análisis de Michel Foucault sobre las Meninas, de Velázquez. Ejercicio de ilusionista, el lector queda deslumbrado -y no ve nada. Sin embargo, imposible no hacer referencia a este brillantísimo ensayo: ahí está, fotografiada, la sombra de Graciela Iturbide fotografiando.
Publicado en París por Toluca Editions, Naturata 1996-2004, de Graciela Iturbide, presenta 25 fotografías del Jardín Botánico de Oaxaca. Cactos de toda la familia, aislados, en grupo, prisioneros amarrados para obligarlos a crecer derechos, en fila, muralla y reja, sirven de lindero, al pie de las montañas donde ofrecen un paisaje lunar, extraño como los sueños.
En dos de esas fotografías aparece la sombra de Graciela. Una de ellas, alargada como la del tronco, sirve de eco enmudecido a la soledad pensativa de la planta. En otra, la sombra fotografía otra sombra sobre un hoyo donde no hay nada: sólo su propia sombra adivinada en la hondura.
La fotógrafa no se fotografía. Sería un error, un lugar común, ¿por qué poner la cámara enfrente, con un minutero, para fotografiarse? Pero fotografiar su sombra abre la caja de Pandora. Al final, aparecerá la mañosa esperanza.
Graciela sabe que ahí está todo, presente, sin pasado, sin futuro. Pero es, y ése es el milagro. Ahora. Para siempre. Mientras dure la luz: sea la del Sol, sea la que emana de las telas prodigiosas de algunos pintores, ciegas, sin embargo, en la oscuridad.
No puedo dejar de pensar en las relaciones entre la pintura y la fotografía, entre Francisco Toledo y Graciela Iturbide. Ambos se han visto y, sin duda, al intercambiar sus miradas, miran de otra manera. Si de Francisco Toledo puede hablarse del movimiento, la metamorfosis de la vida, que atrapa en su pintura -pez, escarabajo, escorpión, vivos y agonizantes-, de Graciela Iturbide podemos, al fin, ver, tocar, palpar, piel, espinas, vuelo.