En Stanford
Vuelvo a pisar Estados Unidos, muchos acontecimientos han sacudido al país, ahora, catástrofes naturales, Katrina y Rita, han destapado muchas cloacas. Llego al nuevo y flamante aeropuerto de México a las cuatro de la madrugada, mi avión sale a las siete, revisiones y trámites especiales, en mi caso reducidas al acto de checar y esperar en una inhóspita sala con restoranes chatarra, MacDonald's, Burger King y taquerías que muy bien pudieran estar en la colonia Doctores.
Tres horas más tarde, medio zombie, abordo el avión de la United Airlines. Un vuelo amable, asientos más o menos humanos, desayuno de plástico. Ya en tierra, compruebo una vez más que el aeropuerto de San Francisco es enorme, sirve a una ciudad pequeña, alrededor varias comunidades y pueblos cuyo punto de referencia aéreo es esa bella ciudad accidentada y ventosa.
Cuando se llega a migración, enormes colas; letreros por doquier anuncian los procedimientos ya habituales: colocar el índice de la mano izquierda en una máquina electrónica, sustituye la tradicional esponja oscura; se ha convertido en un aparato anodino, ¿anodino? Una pequeña cámara: hay que mirar bien de frente y toma una fotografía. Se repite el procedimiento para otorgar visas en la embajada estadunidense. Los pasajeros caminan en total silencio. Me impresiona.
Recojo mis maletas, nadie me presta atención, supongo que los aparatos electrónicos por las que han pasado hace inútil la revisión, una vez que se pisa territorio vecino. Me espera un joven muy amable llamado Omar Ochoa, habla perfectamente español, es el cuarto hijo de emigrantes mexicanos provenientes de Michoacán; tuvo siete hermanos más y su esposa 12. Desayunamos en un restorán cerca de Menlo Park, pequeña ciudad menos lujosa que Palo Alto, donde está enclavada la universidad con su enorme campus, en el cual destaca una torre blanca que en su interior alberga documentos muy valiosos, alguna vez secretos.
En el restorán las personas desayunan o almuerzan, la mayor parte son mexicanos; comen a la gringa, hotcakes y bisteces enormes, jugos colosales, tazas de café gigantescas. Casi todos los hijos de emigrantes hablan perfectamente español a la michoacana, mi nuevo amigo recuerda con delectación los uchepos y corundas que ha comido en casa de sus parientes.
Mi casa es bonita, situada en un complejo muy grande con pequeños bungalows. Es al mismo tiempo una zona de desastre, faltan cortinas, muebles, apagadores, trastes. Vuelvo a hacerme la eterna pregunta repetida una o dos veces al año, ¿qué objeto tiene desplazarse tanto?
Por la calle deambulan muchos viejos, muchísimos mexicanos, orientales a granel, hay bistrós franceses, restoranes tai, italianos, hindúes, mexicanos, comida orgánica y, enfrente de mi casa, un supermercado, Molly Stone. Además, y gratis, el autobús -línea C- que me lleva a la universidad, detrás, el tren a San Francisco.
Trabajo en un chalet, colocado entre varios enormes edificios, me sobresalta una estatua enana, popular, coloreada, es Bolívar, muy cabezón, muy desproporcionado, me mira con sus enormes ojos ingenuos y curiosos. Somos cinco personas en el edificio, mis alumnas casi todas mexicanas, han nacido en la frontera y diariamente sufrían en el cuerpo, me dice Karina, mi ayudante de investigación, la experiencia cotidiana de la frontera, el transcurso habitual por la ''línea". Hablaré de mujeres y violencia, me espera en mi escritorio un ejemplar de The New York Times con un reportaje sobre las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez.
En la tarde camino por el centro, son unas cuantas calles. Descubro un viejo cine, el Stanford Theater, ha abierto de nuevo sus puertas y exhibe, como en los viejos tiempos, películas clásicas de los años 30 o 40, como el cine Castro en San Francisco. Exhiben dos películas, Medianoche, con Claudette Colbert y Don Ameche, y la extraordinaria To be or not to be de Ernst Lubitsch, la última película de Carole Lombard con Jack Benny y una cohorte de extraordinarios actores.
Ambas películas todavía llevan impresa la huella del nazismo, muchos de sus participantes, incluidos el guionista y el director, emigrantes.
Es verdaderamente glorioso ver esas películas en un cine renovado, art decó, cuyo enorme escenario con un telón rojo de terciopelo plegable, anticuado, oculta a un organista que, como en tiempos del cine mudo, emerge de su cueva para amenizar el espectáculo. Buen comienzo, a pesar de todo.