Rápido viaje a Oriente/ V y última
Una semana después del festival de Piacenza, el domingo 11 de septiembre desperté muy temprano en un hotelito de la rue de Lancry en París, pensando precisamente que era 11 de septiembre, que en Italia existía un gran temor por un posible atentado en esa fecha y que durante las próximas horas iba a estar en tres aeropuertos italianos, el de Turín, el de Génova y el de Roma, así como en las principales estaciones ferroviarias, Porta Nuova y Brignole, de las primeras dos ciudades. Era un día magnífico para viajar.
El primer avión se elevó sobre el cielo azul de Orly y pasando a través de la niebla de los Alpes aterrizó en su destino; el único tren del programa bajó pitando a la costa de la Liguria, me dejó en mi parada y continuó rumbo a Sicilia (era un punta a punta); el segundo avión me permitió abordar el tercero, y cuando éste entró en la noche del Mediterráneo con la nariz orientada hacia Argelia, recordé que en toda la jornada sólo una vez percibí, como algo difuso, el miedo a la hipotética bomba. Fue al meter el maletín de la computadora en los rayos equis del aeropuerto genovés. Una muchacha muy bonita me pasó el detector por las bisagras del cuerpo y aproveché para decirle:
-¿Cómo va el 11 de septiembre?
-Benissimo -respondió.
Pero yo estaba, y la verdad dicha sea con franqueza, todavía estoy sumamente impresionado porque, ahora que habían terminado las vacaciones de verano en Europa, la industria editorial italiana acababa de sacar al mercado 460 novelas, todas en primera edición, es decir, olorosas a fragantes novedades, y si esto era de por sí un acontecimiento, lo cierto es que palidecía frente a la noticia de que la industria editorial francesa, por su parte, había entregado 590 nuevos títulos del mismo género, uno de los cuales, no recuerdo cuál, vendió 200 mil ejemplares en sus primeras 48 horas de exhibición.
Una de las tantas noches de Piacenza, después de la cena, había hablado de esto con Antonella Bonamici, la especialista en asuntos de América Latina para la editorial milanesa Sperling & Kupfer, donde ella tiene a su cargo la colección que dirige Gianni Miná.
-Publicar un libro es como echar un vasito de agua al mar, decía Leonardo Sciascia -se lo recordé pensando a mi vez que la cita me la había transmitido Federico Campbell.
-Y eso que en la época de Sciascia las cosas eran muy distintas -comparó Antonella-. Hoy, que un escritor pueda vivir de sus libros es mucho más difícil. Sólo muy pocos lo consiguen.
Cuando el tema salió de nuevo a colación, días más tarde, en un pequeño pero exquisito restaurante francés de París a donde me había invitado a comer una de las instituciones más generosas de Europa, evoqué la reflexión de Sciascia que desde luego, justo es acotarlo, no pensaba en el éxito económico sino en el improbable impacto social de un objeto construido básicamente con palabras.
-¿Un vasito de agua al mar? -se sublevó la editora Anne Marie Métailié, dominando el castellano con soltura, cosa que le agradecí desde el primer instante porque el francés lo hablo pero, por desgracia, no lo entiendo-. ¡Publicar un libro es algo maravilloso! Es la posibilidad de comunicar entre sí a personas de todos los tiempos, de recrear mundos, de transmitirlo todo.
En México, donde la industria editorial está mayoritariamente en manos de inversionistas extranjeros (al igual que los bancos, valga la comparación), la suerte comercial de una novela se decide en dos meses, lapso que permanece en las mesas de novedades de las librerías. Si en el curso de esas ocho semanas no se convierte en un producto que el entusiasmo de sus primeros lectores promueva mediante la recomendación de boca en boca, será devuelta a las bodegas de la firma que la imprimió y sólo al cabo de los años -muchos a veces- reaparecerá como saldo en las librerías de viejo.
La diferencia reside en que en México la industria editorial no publica ni de chiste 500 novelas al año; pero en Europa, donde la competencia entre autores es mucho más ardua, la vida de una obra de ficción será quizá tan efímera como la de una tortuguita recién nacida. Desde el momento en que rompe el cascarón y sube a la superficie de la playa, podrá morir en cualquiera de los siguientes 10 minutos, devorada por una gaviota mientras corre hacia el mar, o tragada por un pez en cuanto se hunde en el agua.
-¿Así ocurre hoy día con los libros en Francia? -le pregunté a Anne Marie-. ¿Si en 10 minutos no se venden, el librero los quita de la vitrina porque necesita anunciar 600 más?
-No, eso no pasa con los libros que yo imprimo -afirmó con toda seguridad-. Yo tengo un antídoto contra eso. ¿Sabes cuál es? Ya no confío en la crítica literaria. He aprendido que el secreto está en cultivar una buena relación con los libreros.
Y contó un ejemplo.
-Hace dos años publiqué un libro excelente de un autor por completo desconocido. Le tenía mucha fe. Llegaron los primeros reportes y vi que no pasaba nada, como suele suceder la mayor parte de las veces. Poco después fui a descansar un fin de semana en un pueblo del sur y entré en una librería a curiosear. Allí estaba ese título...
Clavó el tenedor en el trocito de pescado blanco y se lo llevó a la boca, sonriendo con las pupilas desde el óvalo de sus pequeños anteojos.
-Busqué al dueño -agregó, un sorbo de vino tinto después-. ¿Cuántos ejemplares ha vendido de este libro, señor? Ninguno hasta ahora y no sé por qué, me han dicho que es muy bueno. ¿Pero sabe de qué se trata? No, me dijo, no lo he leído. Ah, pues se lo voy a contar. Esto era un viernes. Al día siguiente, sábado en la tarde, volví a pasar por ahí. El hombre me reconoció y vino a decirme. Señora, ya vendí cuatro ejemplares, y sabe cómo le hice: pues igual que usted, se los conté a mis clientes; ese método no falla.
Diez de cada nueve
''Señores y señoras, por favor, este es un llamado a la solidaridad. Si hay un médico dentro del avión, le rogamos que pase al frente; se ha presentado una emergencia", dijo una voz femenina a través de los altavoces. El airbus flotaba sobre las al-deas sin luz eléctrica de Costa de Marfil y pensando en aquella conversación con Anne Marie esperaba a que se llevaran la charolita de plástico de la cena para seguir leyendo los Treze contos angélicos de Frei Betto, publicados por Editora Planeta do Brasil. Recordé lo que Planeta México le había dicho, meses atrás, a un novelista desconocido.
-No podemos reimprimir tu obra porque ya vendió mil 300 ejemplares y ése es el número de todos los lectores que tienes en el país. En otras palabras, en México sólo hay mil 300 personas dispuestas a gastar 150 pesos para leer a un escritor del que no saben nada. Tú ya cubriste esa cuota. Si sacáramos tu libro otra vez, ya no lo compraría nadie.
Planeta, intentó defenderse el escritor desconocido, hace años publicó la novela de Pino Cacucci sobre Tina Modotti, agotó la primera edición y jamás volvió a reponerla, pese a que recientemente, cuando Cacucci estuvo en México, sus opiniones sobre Vittorio Vidali, el asesino estalinista que vivía con Tina, incendiaron un polvorín, señal inequívoca de que el tema está más que vigente entre los lectores de izquierda, que son la mayoría de los lectores que subsisten porque la derecha ya no hace otra cosa que ver televisión. Pero Planeta guardó silencio porque después de todo ahora es una trasnacional y su vocación ya no es promover la cultura literaria sino hacer buenos negocios, aunque para ello tenga que darle la espalda a sus antiguos lectores en aras de la ley de la máxima ganancia. En cambio, para seguir con el mismo caso, la editorial italiana Feltrinelli, que lejos está de ser una sociedad filantrópica, reimprime cada año todos los libros de Cacucci y renueva a su público. Eso le ha permitido salir al encuentro de nuevas generaciones de lectores y a fuerza de perseverancia vender más de 50 mil ejemplares de ciertos títulos como Puerto Escondido o El polvo de México, que en nuestro país ni siquiera se conocen.
Para Sperling & Kupfer o Editions Métailié un tiraje razonable en estos tiempos anda alrededor de 4 mil ejemplares. ''No es necesario imprimir más porque, si hace falta, con la tecnología de hoy se repone en 24 horas", me dijo Anne Marie. En Argentina, por el contrario, le platiqué, se están haciendo tirajes de 300 ejemplares porque los editores no se arriesgan a más: así está el país que hace 25 años era el que más leía, imprimía y exportaba de América Latina.
-De todos modos, en el mundo editorial hay una regla no escrita: de cada 10 libros que publicas, nueve fracasan y uno absorbe las pérdidas que causaron los demás -le recordé a Anne Marie-. ¿Así ha sido tu experiencia?
-Absolutamente -dijo-. Mi editorial tiene 26 años, cada año hemos estado a punto de cerrar por las pérdidas y cada año, de manera mágica, no sé explicarlo de otro modo, un libro nos salva. Lo curioso es que ese libro nunca ha sido el que yo pensé que iba a triunfar. Por eso adoro este oficio.
Cuando abrí los ojos, después de muchos sueños truncos y tumbos, eran las seis de la mañana del 12 de septiembre, penúltimo lunes del invierno austral, todavía de noche en consecuencia, y el airbus estaba sacando las llantas para rodar sobre la pista del aeropuerto de Buenos Aires.
El rápido viaje a Oriente llegaba a su fin. Y bostezando pensé que me gustaría ser editor para publicar los cuentos de Frei Betto, los libros de Cacucci, el testimonio de Florence Aubenas después de su secuestro en Irak y una novela que nadie volverá a reimprimir en castellano: Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin. ¿Por qué no?