Una clasificación incómoda
En el barullo de varios viajes, a España e Italia primero y, de regreso, casi inmediatamente, a Tijuana, lo que suma en apariencias un millón de horas en aviones, aburrimiento en general, lecturas importantes (por ejemplo, la historia de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, en homenaje a los 400 años de su primera publicación), rechazo de las películas producto de mi alergia al cine y de los audífonos, las noticias de casa se vienen en montón. Me esperan ejemplares de La Jornada y de El País de cerca de 10 días, que difícilmente pude revisar, por lo que las noticias de última hora parecerían no tener precedente.
Es notable, sin embargo, que México haya sido clasificado por el "Foro económico mundial para la gestión macroeconómica, comportamiento de las instituciones públicas e innovación tecnológica" en una más que incómoda posición 55, lo que significa un retroceso notable sobre la también incómoda posición 48 que ocupábamos en el periodo anterior.
Las causas son más preocupantes aún. Se mencionan varias: fallas en la administración de justicia; difícil esquema de la propiedad intelectual; crecimiento del crimen organizado, con grave quebranto de la seguridad; corrupción y, como complemento, la falta de innovación tecnológica.
Todo ello, se dice, genera desconfianza en el inversionista extranjero, y malestar absoluto en nuestra población. Si a ello se agrega la inquietud evidente derivada de las precandidaturas a la Presidencia de la República, que ponen de manifiesto pleitos de todos contra todos; la inestabilidad absoluta de un gabinete que ha dejado de ser de unidad para convertirse en simple plataforma de lanzamiento para perspectivas personales, y las dificultades evidentes para lograr consensos en el Poder Legislativo, las consecuencias no pueden extrañar a nadie.
La desconfianza en la llamada "impartición de justicia" es, sin duda, uno de los temas más graves. Hay razones más o menos claras: el crecimiento de la población obligó a crear juzgados y tribunales para los que no se contaba con personal suficientemente preparado. Si a eso se agregan las corrupciones típicas en ese medio: económicas, de influencia política o familiar o de compañerismo, de impreparación, de consignas reales o presuntas desde arriba, las consecuencias no pueden asombrar a nadie.
La corrupción, que asume tantas formas, se ha incrementado de manera notable y la Secretaría de la Función Pública no ha sido aún el instrumento eficaz para superarla. En mi viaje a Tijuana me llevé La maldición, de Mariano Azuela, que pinta un país corrupto casi en forma total desde hace más de 60 años. Y llegué a la conclusión de que Azuela no inventa sino informa.
El tema de la propiedad intelectual, fácilmente superable mediante falsificaciones o supuestas mejoras a las patentes, reguladas desde tiempo inmemorial, constituye uno de los problemas más agudos que obstaculizan las posibilidades de que el capital extranjero llegue a nuestros mercados.
Por supuesto que la inseguridad pública ha asumido en estos tiempos un absoluto protagonismo. No se puede dudar de que el crecimiento del crimen, organizado o no, ha sido notable. Da la impresión de que las autoridades se muestran incapaces de enfrentar el problema y que el país cada vez está más bajo el mando de quienes hacen del delito un cómodo mecanismo de vida. Sin olvidar que el desempleo creciente, pese a las encuestas inegianas, lanza a la calle a quienes para resolver problemas de necesidades urgentes delinquen, aunque pongan en riesgo -no mucho- su libertad. Y ya no alcanzan los recintos penales la posibilidad de recibir a los nuevos inquilinos que, además, cuando ingresan, se convierten en dueños y administradores de esos centros.
Hay, claro está, las viejas corrupciones, en las que el mundo sindicalero ocupa un lugar privilegiado. El drama es que en gran parte son provocadas por decisiones políticas y por una legislación interesada en algo más que el orden colectivo, pues nació para controlar a los sindicatos, provocar contratos colectivos de protección, disminuir el ejercicio del derecho de huelga y, en general, imponer a los salarios condiciones que les impiden superar las cifras de inflación, cuya precisión, dicho sea de paso, se puede poner en tela de juicio.
La falta de tecnología no parece perdonable. Como tampoco lo es la falta de respeto a los compromisos contractuales, que encuentra su fundamento en el escaso riesgo que pueden suponer juicios y sentencias. El respeto a la autoridad no existe, como lo demuestra, por ejemplo, la total ausencia de control por parte de los agentes de tránsito. Hoy lo peligroso es pasar un semáforo en verde.
Todo el problema radicaría en la falta de educación. Y por ahí tendremos que reiniciar el camino.