EJE CENTRAL
La muralla china
A unos metros del Zócalo y a las puertas de Palacio Nacional comienza la otra muralla china. La reconstruyen cada mañana cientos de vendedores de todo y de nada. Sus mercancías tienen el mismo sello de origen: made in China.
A las doce tañen las campanas de Catedral. Su voz metálica es derrotada por el coro de silbidos con que los comerciantes de Moneda recuperan sus dominios, se anuncian, se provocan, juegan. Esa música de fondo acompaña sus pregones. Veloces, desiguales, cantados al ritmo del reguetón y de la cumbia, improvisan el rap de las pequeñas cifras y la gran necesidad. Todo parejo a diez. Estoy rematando a seis. ¡Pásele! ¿Qué le vendo? Sandalias de a cincuenta pesotes. Escójale lo que guste. Calcetines a cinco varitos. Ropa de gateador a quince la pieza. Veinticinco agujas por tres pesos. Su peluche desde treinta y cuarenta. Tres por cien...
Los relojes chinos marcan el tiempo, las figuritas giran en el mínimo escenario de las cajas musicales; los destellos de la bisutería enmarcan la ruta del ciego que golpea los adoquines con su bastón improvisado; el olor de las pajuelas aromáticas se ahoga en el perol de la fritanga.
A las puertas del Museo Nacional un indígena con lentes oscuros toca la armónica mientras su mujer -envuelta en un rebozo tan sutil como una telaraña- monta guardia a su pobre artesanía: cuatro piezas tejidas con palma. Juntas, sumando su volumen y su sombra, apenas se distinguen entre montañas de ropa deportiva, cascadas de pelucas sintéticas, ríos de vajillas irrompibles y servilletas desechables.
La música de la armónica se diluye cuando una vendedora de compactos le impone a la mañana el reguetón de moda que interpreta el conjunto de don Omar: Corazón, corazón: no pierdas la razón; corazón, corazón, vuelva ya corazón. En el puesto vecino se escucha con más fuerza una cumbia.
Aturdidos por el duelo musical los visitantes avanzan rumbo a Santa Inés. Hacen un alto en su peregrinaje y, sobre las puertas que narran los martirios de la santa, leen dos avisos: "Homeópata naturista/psicólogo. Horario de 9:30 a 6:30". Siguen su camino y ponen a prueba su capacidad de equilibrio para no tropezar con las mercancías desechables. ¡Compre lo de moda, lo de hoy!
En la esquina de Jesús María, donde Moneda se convierte en Emiliano Zapata, está el altar a la Santa Muerte. La inmensa figura reina bajo un cielo hecho con plásticos de colores. A sus pies hay dos botellas de tequila y un cenicero con cigarros encendidos. El humo se eleva hacia la Todopoderosa que, desde las cuencas vacías de sus ojos, parece contemplar los esfuerzos de quienes se aferran a la última tabla de salvación.
La casa al final de la muralla
Como en muchos otros puntos de la ciudad, el incontenible aumento del comercio en vía pública cambió el ritmo y la atmósfera de la calle. Algunas vecindades se convirtieron en plazas comerciales; se transformaron en bodegas, tiendas o talleres todas las casas, excepto una. Está marcada con el número 44. Data del siglo XVIII. Es de dos pisos, tiene once habitaciones y un patio adonde, como por un milagro, no llegan los rumores de la calle.
Don Víctor Monroy, actual propietario de la casa, me explica que hasta hace muy pocos años ocupaba los cuartos de la planta baja una imprenta: "Era de la familia Lefont. Siempre se dedicaron a imprimir libros notariales y carpetas para archivo".
Desconfiado de su memoria, don Víctor me dice que si quiero saber más de la casa, hable con su esposa. Su hija María de Jesús se ofrece a conducirme al primer piso. Subimos 24 escalones de piedra. Mi guía me hace notar que son originales, lo mismo que el barandal y el muro a mi derecha. Es muy alto y lo decora una rara cuadrícula de tezontle y cantera.
Doña Lina Lozano no parece extrañada por mi interés. Otras personas le han pedido autorización para visitar la casa y así, poco a poco, ha ido enterándose de su historia:
-Una mañana se detuvo en la puerta un señor ya grande. Me dijo su nombre y su profesión -médico- y me presentó a sus acompañantes: una señora y dos niños que eran sus sobrinos. Me pidió permiso para entrar. Atravesó el patio, se detuvo ante la escalera y se soltó llorando a causa de sus recuerdos. Resulta que de niño había vivido aquí con su familia. Junto a la escalera, abrazado a su gatito, escuchó la triste noticia de que su madre acababa de morir: le dio fiebre puerperal después de haber dado a luz a una niña. Aquella nena que nació huérfana era precisamente la mujer que lo acompañaba.
Doña Lina continuó su relato:
-Los abuelos del doctor eran los dueños de esta casa. La compraron en el 1800 y tantos. Después la adquirió un judío ruso. El se la vendió a Soledad Norman. Ella y su hermana eran hijas de un asesor de Madero. Cuando fue asesinado el presidente y estalló la violencia, el señor Norman las envió a Estados Unidos. Al regresar, como hablaban perfectamente inglés y tenían muy buenas relaciones por el lado de su padre, las señoritas Norman se conectaron con los altos círculos de la política. Soledad llegó a trabajar con el general Cárdenas y me contó cosas muy bonitas de cómo había sido la expropiación petrolera.
En 1972 Soledad Norman vendió su casa a la familia Monroy Lozano.
-Pero antes de firmar los papeles nos hizo prometerle que si por alguna circunstancia llegábamos a venderla nos cercioráramos de que el comprador fuera mexicano. Ya en esa época los dueños de casi todos los edificios de por aquí eran extranjeros. No es que la señorita Norman tuviera algo contra ellos, sino que a su parecer en el corazón de la ciudad debían vivir familias mexicanas. Hubo un tiempo en que fue así, pero luego todas huyeron, excepto la nuestra. Seguiremos aquí, aunque las cosas hayan cambiado tanto.
Con auxilio de su hija María de Jesús, doña Lina pone en orden sus recuerdos:
-Esta calle era muy viable. Por aquí pasaban tres rutas de camiones: Ceylán, Tlalnepantla y La Villa. Las familias vivían en lo alto de las casas, abajo todo eran negocios buenos: una peletería muy elegante, el salón de belleza Elvira y la papelería El Surtidor. En las banquetas había comercio de todo, pero muy ordenado, no como ahora, que no hay por dónde caminar.
En opinión de doña Lina los terremotos, la crisis económica y los cambios políticos determinaron la última y más dramática modificación en la zona:
-Antes del 85 esta parte del Centro era habitacional y todos nos conocíamos. Con los sismos hubo muchos derrumbes. La gente se espantó y ya no quiso seguir viviendo por esta zona: las casas se convirtieron en bodegas y llegó a trabajar en ellas mucha gente de fuera. El PRI perdió su fuerza. El partido, a lo mejor sólo por el interés del voto, ayudaba a la gente a solucionar los problemas. Los perredistas no lo hacen. Pero antes influyó en el deterioro el presidente López Portillo. El ordenó que muchas calles fueran peatonales. No pensó en que al dejarnos sin transportes quedábamos incomunicados, y menos imaginó que esas calles vacías iban a propiciar el comercio ambulante. Mientras estuvo al frente de los vendedores, Guillermina Rico los mantuvo controlados; ahora cada grupo, y son muchos, tiene su propia lideresa y no se ponen de acuerdo.
Habitante del Centro desde 1940 -cuando el mayor peligro eran los retintineros y ejercía su control Lola La Zacatera-, doña Lina ha visto su gloria y su caída, pero afirma que ella y su familia seguirán viviendo en Zapata 44:
-Las mañanas son preciosas: nos despierta el tañido de las campanas. Luego empiezan a llegar los comerciantes y la calle se anima mucho, hasta demasiado; pero antes de las seis todo queda desierto. Lo único que vemos son las filas y filas de puestos. Mi familia y yo nos quedamos solitos, reviviendo nuestros recuerdos y escuchando el silencio. A veces he oído cosas raras: una respiración como de niño. No le temo. Es natural en una casa donde ha habido tanta vida y tanta muerte.